Editorial


O todos en el suelo...

En días pasados, funcionarios del Gobierno Distrital se presentaron en la vivienda de una moradora del barrio Los Calamares, en aras de adelantar un operativo de restitución del espacio público. De acuerdo con los delegados, la presunta infractora estaba violentando ese espacio al haber instalado en su terraza una reja de hierro que iba más allá de las medidas permitidas por la normativa de este tipo de construcciones. Días antes, y en cuanto se enteró de lo que se avecinaba, la habitante se hizo acompañar de un abogado y esperó a los funcionarios con una frase apenas lógica para el lenguaje de la ilegalidad que los cartageneros estamos acostumbrados a manejar: “si tumban mi reja, tendrán que tumbársela a los demás vecinos”. La propuesta, además de desafiante y cierta, desnudó una realidad que siempre ha estado latente, aunque las autoridades pretendan hacer creer lo contrario: en Cartagena cualquiera puede robarse el espacio público, pero la Ley actuará de acuerdo con ciertos intereses que no siempre tienen algo que ver con el bienestar general. Desde el más rico hasta el más pobre y desde el más ilustrado hasta el más ignorante se sienten con derecho a usufructuar lo que es de todos. Los pobres, con la excusa del derecho al trabajo y a la supervivencia; y los ricos, mediante componendas “legales” que después no pueden quebrantar ni los más avezados juristas del país. De ahí que el caso de la habitante de Los Calamares resulte una prueba contundente de que si algún día las autoridades cartageneras se decidieran seriamente a restituir el espacio público, en Cartagena no quedaría títere con cabeza, empezando por muchos de los grandes hoteles y negocios del sector turístico, pasando por los invasores de cuello blanco y terminando en los ocupantes de terrenos en donde posteriormente nacen los barrios miserables que rodean las afueras de esta capital. Pero mientras sigan reinando la corrupción y sus dos hijas legítimas, la ilegalidad y la impunidad, cualquier ciudadano se sentirá con derecho a cerrar una calle simplemente porque necesita poner un reguero de sillas y mesas para celebrar cualquier cosa que, a la larga, no amerita irrespetar el derecho de los demás. No obstante, él defenderá su propiedad privada hasta las últimas consecuencias. Y es posible que sus vecinos lo apoyen participando de la violación, mientras no tengan algo en contra de ese abusador del espacio público. En caso contrario, no dudarán en acudir a las autoridades para que metan en cintura a quien pone sus productos en mitad de la acera; o a esa vecina que agrandó su terraza unos metros y le instaló una reja de hierro, a costillas de la propiedad común. Es decir, el espacio es público, pero se defiende o se explota dependiendo de intereses particulares, aunque la Ley sea más que clara en sus determinaciones. Y si para colmo, ese espacio está “vigilado” durante décadas por autoridades miopes, no cesarán los procesos y las indemnizaciones a que cada ocupante se hace acreedor por haber usurpado durante años algo que nunca compró ni heredó.

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