Editorial


Pretensiones absurdas

En las sociedades avanzadas la línea base de los paradigmas de convivencia es bastante elevada.
Todos están de acuerdo, por ejemplo, en que nadie debe “volarse” un semáforo porque puede matar a otros ciudadanos, y que hacerlo acarrea sanciones duras; que los espacios públicos no deben ocuparlos ni parcelarlos particulares para su propio beneficio; que la basura no se arroja al suelo, sino que se recoge y se mete a las canecas; que la libertad de cada individuo termina donde comienza la de los demás, y que no se permiten abusos como por ejemplo, equipos de música a todo volumen; que la Policía tiene que hacer cumplir la ley y que los ciudadanos deben acatarla en los espacios públicos y hasta en los privados, cuando desde estos se abusa de los demás; y que ningún derecho individual, aunque sea fundamental, justifica abusar de cualquier derecho de la colectividad.
En fin, en los países avanzados saben que mientras más elevada sea la línea base para la convivencia colectiva, mayor será la calidad de vida del conglomerado, y por lo mismo de cada individuo, y que para poder gozar de los derechos individuales, primero hay que cumplir con las responsabilidades que implica gozar de esos privilegios. Cada individuo debe esforzarse para mejorar la vida colectiva y así la propia.
En los países atrasados ocurre lo contrario. Los individuos suelen actuar como si no existiesen los derechos colectivos y tratan de maximizar sus privilegios por encima de los de los demás. Esta tendencia la hay hasta en los estratos altos, donde se supone que una mejor educación mejoraría también la conciencia de la vida colectiva, pero no siempre es cierto.
Y en una ciudad como Cartagena y en un país como Colombia, en donde la línea base de los paradigmas compartidos para vivir en comunidad es tan baja, a pesar de que casi nada debería sorprendernos, hay sucesos que se salen hasta de la anormalidad que hemos llegado a considerar “normal”.
Ya es normal, por ejemplo, que en un Estado garantista haya una norma jurídica llamada la “confianza legítima”, que legaliza la invasión del espacio público cuando el propio Estado la consintió, y que para liberarlo, que sigue siendo una obligación de los gobernantes, se requiera compensar a aquellos que lo ocupan.
En esta ciudad de la anormalidad “normalizada”, ahora algunos conductores de los transportes colectivos ilegales, inseguros para sus usuarios, peatones y demás conductores y sus vehículos, pretenden asimilar la confianza legítima de los vendedores estacionarios informales a sus “carrambachos” en el tramo de Transcaribe que pasa por el antiguo Hielo Imperial, y como no han sido complacidos por los jueces, acudieron a los bloqueos, pedreas y agresiones físicas a los trabajadores de los contratistas de ese sector. Menos mal que la Policía ha sido diligente y restauró el orden.
Sería el colmo que un proyecto de interés general como Transcaribe, ya demasiado atrasado, fuera detenido por los intereses particulares de unos pocos violadores de la ley.

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