Editorial


Rebajar la agresividad

Colombia tiene fama de ser un país violento, pero la agresividad no había sido una característica de la Costa Caribe hasta hace poco tiempo. Aquí las disputas más graves se resolvían a puños y patadas, pero nunca con armas. Los “trompadachines” de cualquier estrato tenían una especie de código que les impedía trasgredir ciertos límites de violencia. Ahora en Cartagena hay heridos y muertos por los motivos más baladíes en cualquier fiesta de barrio, además de los asesinatos premeditados que hemos visto crecer en estos días contra varios taxistas y contra un comerciante. La violencia que no existía se toma la ciudad a saco, y a pesar de los esfuerzos notables de las autoridades, parece ir siempre un paso más adelante. Donde más se nota la agresividad cotidiana es en las vías de la ciudad. Allí –con algunas excepciones evidentes- cada conductor intenta hacer lo que le da la gana. Ya sabemos hasta la saciedad que los motociclistas, especialmente los mototaxistas, son los infractores peores, y que a su vez, muchos taxistas con autos pequeños parecen creer que conducen mototaxis de cuatro ruedas, intentando deslizarse por cualquier parte sin tener en cuenta que ponen en aprietos y en peligro a los demás. Y de los buses, ni hablar. Los conductores particulares también participan de la agresividad generalizada, incurriendo en las mismas “vivezas” de quienes más malogran la convivencia civilizada al cerrarles el paso a los demás, cruzándoseles por enfrente de un lado de la vía al otro, frenando súbitamente a recoger a una persona, rehusándose a ceder la vía, o aparcándose en una avenida congestionada. Por su parte, los peatones hacen de las suyas en las vías y son otro de los combustibles para la enfermedad nueva y peligrosa que los gringos llaman “road rage”, o ira de carretera, que ciega a los afectados. Así como la mayoría de los conductores no para en los cruces peatonales, los peatones tampoco los utilizan y hacen su travesía exactamente por donde se les antoje, obligándolos a empeñarse a fondo para no arrollarlos. Nadie, peatones ni conductores, ha caído en cuenta de que el tráfico sería mucho más rápido y seguro si todo el mundo siguiera las normas y tuviera un poco de paciencia y cortesía, que les sobran a la gente de Cartagena para menesteres distintos a la vida sobre el asfalto, a pie o en automotores. Así como casi todos reconocemos la existencia de los fenómenos anteriores, también sabemos que falta autoridad, que los policías de Tránsito son insuficientes, que en muchos barrios ni siquiera se ven, y allí todas las anomalías crecen exponencialmente. Las autoridades no pueden demorar más las campañas pedagógicas que son indispensables, ni pueden pensar que éstas pueden esperar la entrada en funcionamiento de Transcaribe, que requerirá su propia pedagogía profunda para poder funcionar bien. Quizá lo más importante para acabar con la agresividad en Cartagena sería hallar la manera de hacer entender a la gente que la solución está en su propio comportamiento individual, y que no depende sino de sí misma para cambiarlo.

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