Editorial


Rugen los parlantes

Es difícil entender cómo alguien aún puede creer que le está permitido montar cualquier negocio particular que haga más ruido del legal, especialmente cuando dicho límite ya es demasiado alto, y cuando la zona circundante es residencial. Las normas tienen que partir del derecho de la gente de gozar del silencio, y no de tener que conformarse con un ruido “tolerable” (aunque en eso termine), ni mucho menos de algún derecho inexistente a hacer ruido, aun para ganarse la vida. Hay una diferencia importante, ya que es un abuso hacer del ruido excesivo -sólo porque existe- el punto de partida de la ley, para luego hacer las normas. Las leyes son contra el ruido, deben ser a favor del silencio, y partir de éste. Sabemos que hay sonidos inevitables e inherentes a la vida urbana, como el del tráfico automotor, incluyendo motores y chirridos de llantas, o las sirenas de las ambulancias, pero no debería oírse un solo pito de auto salvo en emergencias, que es para las que los instalaron las fábricas de automotores y no para que los conductores y conductoras (como se dice ahora) –por ejemplo- los hagan sonar frente a un edificio cuando llegan a buscar a alguien. Los vecinos de los edificios de la Zona Norte inmediatamente antes de La Boquilla están desesperados –nuevamente- por el volumen de la música de un establecimiento público que funciona allí y que pretende darle un golpe de estado a la paz del lugar. Es inconcebible que haya personas que insistan en esas conductas irresponsables, a no ser que se sientan inmunes a las sanciones, dada la falta de autoridad, o porque estén en contubernio con algunos miembros de la autoridad, o por una combinación de esos y otros factores. Influye también la tergiversación que hacen algunos de la industria turística y el supuesto deber de la ciudadanía de soportar sus desviaciones. El turismo no es sinónimo de ruido ni de pérdida de calidad de vida para los habitantes locales, ni la rumba puede ser equivalente al abuso. Los vecinos de las plazas del Centro que aún son residenciales –por ejemplo- están enloquecidos de nuevo por los grupos que tocan allí, a quienes el Distrito les renovó el permiso para hacerlo en horarios entre las 4 de la tarde y las 10 de la noche, según el lugar, aunque el horario más común es de 7 a 9 pm. De nuevo, aparece el conflicto entre los residentes, quienes llegaron allí primero, pagan impuestos y descansan en el Centro, y personas que viven de la música y deterioran la calidad de vida de los habitantes, especialmente porque los tambores entran a las casas de habitación aun a través de sus ventanales cerrados. No todas tienen aire acondicionado, así que la música les entra sin mitigación. Otra fuente de ruidos urbanos y rurales son algunas congregaciones religiosas, muchos de cuyos líderes no sólo predican dando alaridos, sino que los magnifican horriblemente a través de parlantes. ¿Para qué tanto volumen, si sólo logran enfurecer al vecindario? La guerra contra el ruido tienen que darla todos los ciudadanos, y la mejor manera de hacerlo es reportando los abusos a las autoridades competentes, principalmente a la Policía y al EPA, que afortunadamente trabajan cada vez más para aminorar las infracciones.

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