Editorial


Seamos amables de palabra y obra

No hay conductor de vehículo en Cartagena que no se haya salido de sus casillas al menos una vez y haya insultado a los demás conductores, convencido de que es el único que cumple las normas de tránsito.
Todo el que hace cola frecuentemente en un banco, en un despacho público o en la oficina de una empresa de servicios públicos, se ha indignado ferozmente contra alguien que se cuela olímpicamente para no esperar pacientemente su turno como los demás, y lo ha increpado a gritos con palabras soeces.
Muchas veces al día nos encontramos en situaciones que plantean un conflicto interpersonal, y casi siempre nuestra respuesta es la confrontación, el insulto, amparados en la convicción de que tenemos la razón, los demás están equivocados y deben reconocerlo.
Por supuesto, a veces efectivamente tenemos la razón, pero muchas más veces estamos equivocados, pero un orgullo imponente nos sale desde adentro para advertirnos que no seamos bobos, que no nos dejemos apabullar de nadie.
Cada vez que respondemos conflictivamente a una situación, estamos originando un enfrentamiento, polarizamos los ánimos y convertimos una situación molestosa en una batalla que nos tensiona y nos perturba.
En una ciudad como Cartagena, en la que el desorden urbano se volvió parte de la cotidianidad, imponiendo molestias y contrariedades, cuando nos comunicamos con los demás con ánimo de confrontación, lo único que logramos es incrementar la incomodidad y el enojo.
¿Por qué no hacemos la prueba de responder con la actitud contraria? ¿Por qué en la próxima ocasión en que creamos que alguien nos está incomodando o quiere a toda costa hacer prevalecer su propósito, en lugar de discutir y de insultar, sonreímos amablemente y cedemos nuestro imaginado derecho?
Supongamos que conducimos un carro y otro vehículo sale de una esquina queriendo pasar a la brava. Nuestra primera reacción es a cerrarle el paso e impedir su maniobra. ¿Por qué la próxima vez no detenemos la marcha y con amabilidad le cedemos el paso?
Si en vez de pensar que los demás vehículos son competidores en la carrera de nuestra vida cotidiana, los imaginamos como compañeros en un propósito colectivo, el tráfico sería menos caótico, nuestro ánimo más sereno y positivo, y nuestra salud más estable.
A esos conductores furiosos porque a otro se le ocurrió ponerse delante, a las mujeres que hacen gestos obscenos cuando otro conductor les reprocha que hablen por celular en plena marcha, al peatón que no entiende por qué los carros no paran cuando intenta atravesar la calle aunque el semáforo esté en rojo, al conductor de un camión que obstaculiza la calle para descargar, al que pita desesperadamente porque el auto de adelante se demoró un segundo en ponerse en marcha después de que el semáforo pasó a verde. A todos ellos les pedimos que un día, en lugar de hacer todo eso, sonrían y sean amables con los demás.
Se darán cuenta que ese simple gesto provocará un cambio descomunal para mejorar la vida diaria en la ciudad.

 

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