Editorial


Sordos que no quieren oír

El Universal publicó ayer la noticia de que algunos particulares se tomaron una plaza en el barrio Santa Mónica durante dos noches seguidas, donde dieron un concierto de música “de carrilera” a unos volúmenes que no dejaron dormir a nadie en varias cuadras a la redonda. Los vecinos aseguran que llamaron al establecimiento Público Ambiental (EPA) y a la Policía, y ninguno de los dos acudió. Este hecho es vergonzoso, pero ilustra lo que ocurre muchas veces y en muchos lugares de Cartagena. Los intereses particulares priman sobre el bienestar colectivo. Tanto la Policía como el EPA deben hacer las investigaciones internas para corroborar si sus subalternos recibieron llamadas de los vecinos, y de haber sido así, por qué no actuaron de inmediato en defensa del vecindario. Es inconcebible que se pueda hacer escándalo durante dos noches seguidas y nadie se dé por enterado, salvo los vecinos insomnes por cuenta de los empresarios abusivos y su clientela sinvergüenza. ¿Por qué puede pensar una persona, o un grupo de personas, que pueden impedirle el sueño a cientos de vecinos? ¿Cómo pueden justificarse a sí mismos un abuso tan notable, tan obvio? ¿Por qué piensan que su propia diversión y negocios son más importantes que la tranquilidad de cientos de personas? En una sociedad más desarrollada semejantes aberraciones sociales son imposibles, en primer lugar porque a ningún ciudadano se le ocurriría incurrir en ellas; y en segundo lugar, porque hacerlo tendría consecuencias legales y pecuniarias tan severas, que es inconcebible pensarlo siquiera. Corpovisionarios entregó los resultados de un estudio la semana pasada, en el que los ciudadanos de Cartagena dijeron saber cuándo incurrían en conductas inaceptables -de poco o ningún valor cívico, y que tenían plena conciencia de que lo eran-, pero que no las abandonarían mientras las demás personas las siguieran practicando. ¿Cómo romper ese círculo vicioso, o cambiarlo por uno virtuoso? Lo usual es decir que falta mucha educación, lo cual es cierto, pero es más que eso. Muchos de quienes apabullan a los vecinos con ruido, como en el caso del barrio Santa Mónica, o como en el de muchos otros eventos privados con desbordes públicos, son personas de estratos medianos y altos, frecuentemente con títulos universitarios y a veces, con una educación formal y profesional envidiable. Algunos son viajeros, con conductas cívicas impecables en el extranjero, pero con desprecio por el procomún apenas regresan aquí. ¿Por qué allá sí, y aquí no? Quizá la diferencia es que aquí se saben impunes, casi inmunes, mientras que allá la ley no les perdonaría las conductas alevosas a las que creen tener derecho aquí. Si bien es cierto que falta mucha educación, de la que enseña respeto por el prójimo y por las normas, que siempre parecen ser para “otras” personas, también es cierto que faltan leyes más severas y –a pesar de los esfuerzos cada vez mayores del EPA y de la Policía- falta muchísima más autoridad, ya que muchos de los infractores parecen sordos, pero de aquellos que no quieren oír.

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