Editorial


Una concesión polémica

Por Internet circula un documento fotográfico de las playas de Castillogrande que alguien bautizó como “Castillozurto”, haciendo alusión a que ese sector residencial se convierte los fines de semana en algo parecido a las calles aledañas al Mercado de Bazurto, llenas de fritangas, basuras en la playa y en la calle, música estridente, orinales improvisados, en fin, es un desastre visual, sonoro e higiénico. Los vecinos de Castillogrande tienen razón en protestar, ya que –como ellos mismos dicen- pagan unos de los impuestos más elevados de la ciudad por vivir allí y el barrio se degrada por la invasión de bañistas que ensucian todo, como si su labor del fin de semana fuera envilecer ese vecindario. Y lo logran, porque como suele ocurrir, la falta de civismo y de sentido de pertenencia causa comportamientos destructivos e irrespetuosos para con los vecinos de ese barrio, y las autoridades parecen incapaces de controlar el desmadre, que se repite en muchos otros lugares de la ciudad. Una compañía ha estado a punto de obtener esas playas en concesión mediante el mecanismo legal en uso, que si bien es formalmente correcto, perjudica a los vecinos de las áreas concesionadas la mayoría de las veces, además de que se percatan de lo que les va a suceder cuando ya es un hecho cumplido. Y en este caso, los aspirantes a la concesión recibieron la ayuda muy cuestionada de un fiscal, que exigía, palabras más, palabras menos, que les fuera otorgada la concesión. El procedimiento para obtener concesiones debería ser modificado para que las solicitudes funcionen a plena luz del día, y sean conocidas por los vecinos que pudieran sentirse afectados antes de que pueda comenzar cualquier proceso de adjudicación, incluido el tejemaneje formal ante las distintas burocracias que intervienen. Lo cierto acerca de las playas de Castillogrande es que debido a su caos, casi cualquier organización distinta que se les diera las mejoraría tremendamente, aun una concesión, pero ésta debería tener limitaciones claras e inviolables acerca del ruido y de cualquiera de los demás factores que afectan la calidad de vida del vecindario. Quizá la única organización que podría garantizar que se mantenga e incremente la calidad de vida de ese y de cualquier otro barrio sería una concesión otorgada a los propios vecinos, y que fueran ellos mismos quienes pudieran decidir qué sería válido allí y qué no, en vez de caer víctimas de terceros a quienes sólo les importan sus propias faltriqueras. Como hemos dicho aquí antes, hay que aplaudir el interés de la DIMAR, a través de la Capitanía de Puerto, que sólo está obligada a poner un clasificado casi invisible en un diario para cumplir con el requisito de “informar” a la comunidad, de que ésta se entere de lo que sucede mediante avisos en los sitios y a través de noticias dadas a la prensa. Las concesiones no deberían satanizarse, sino regularse para que los intereses públicos y los privados concurran con legitimidad, y le vaya mejor a toda la comunidad

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