Editorial


Una pandemia que empeora

En muchas partes de Colombia, especialmente en la Costa Caribe y Cartagena, el ruido se volvió una pandemia, que según el Diccionario de la Real Academia Española, es: “1. f. Med. Enfermedad epidémica que se extiende a muchos países o que ataca a casi todos los individuos de una localidad o región”. En el caso de Cartagena, es obvio que sufrimos una pandemia de ruido, a cuyo control las autoridades nacionales y locales les dan importancia formal y retórica, pero toman poca acción práctica para controlarlo, llegando al facilismo de decir que el ruido en el Caribe Colombiano es “cultural”, es decir, casi inevitable. Mediante la misma lógica podríamos decir que la violencia de la población andina colombiana también es inevitable y nos cruzaríamos de brazos sin tratar de erradicarla. Contraria a la actitud atávica del “se obedece pero no se cumple”, es imperativo que las autoridades actúen para cumplir la ley y controlar las fuentes de ruido, y sobre todo, para no dejarlas avanzar. Es inaudito, por ejemplo, que los maestros y directivas del colegio Antares, en Manga, no encontraran mejor celebración para el día del padre que un equipo de sonido a todo volumen el domingo pasado, como han hecho periódicamente, masacrando el descanso del vecindario. Si este es el ejemplo de barbarie que les dan los maestros a sus alumnos, ¡algo anda muy mal en el Distrito! La Secretaría de Educación debería asegurarse de que este colegio nunca más repita su “hazaña”. Abundan los hechos como este, cuando cualquier ciudadano monta un equipo de sonido estridente por placer o negocio, a costillas del descanso de la comunidad, y no les pasa nada. Reconocemos los esfuerzos del Establecimiento Público Ambiental (EPA), pero su presupuesto es anémico. El control del ruido requiere una entidad más fuerte, con el personal, vehículos y equipos adecuados para hacer su trabajo, incluyendo un grupo de policías a su disposición, para ser oportunos. Con la estructura que tiene, el EPA no puede ser eficiente. Y si en la ciudad llueve ruido, en el campo tampoco escampa. Áreas de reserva ecológica, como las aledañas al Jardín Botánico Guillermo Piñeres –por no hablar de la cabecera municipal de Turbaco-, ya están invadidas de equipos de sonido escandalosos, con casi ningún control de Cardique. El sábado pasado, un grupo de empresas procesadoras de carne, que se autoproclamaban “la familia cárnica” por sus altoparlantes invasivos, celebraban en un parque recreacional cercano al Botánico, con música a todo volumen, impidiendo el descanso de las viviendas vecinas. Su administrador dijo que “iba a ver qué podía hacer”, como si no supiera que bajar el volumen es su obligación legal ¡inmediata! y no una opción nacida de su largueza. Es lamentable la permisividad de las autoridades, que urgidas por otras necesidades, subestimen la gravedad del ruido y de cómo mina la calidad de vida de los cartageneros, además de socavar su propia credibilidad al no hacer cumplir las normas. Como siga su complicidad por omisión, pronto será demasiado tarde para controlar esta pandemia.

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