Editorial


Universidad y sociedad: balance y perspectivas

En la década de los 70 del siglo pasado, las universidades colombianas de mayor prestigio académico eran las estatales, con unas cuantas instituciones privadas que formaban casi exclusivamente a los líderes políticos y empresariales de renombre. Como foco de una educación libertaria, y actuando con el influjo de las jornadas de Mayo del 68 en Francia, la universidad pública cobijó la discusión dialéctica de la izquierda, dejando de lado las ideas derechistas o el capitalismo académico, con la excusa de que su pensamiento era represivo y esclavizante. Aun así, el impacto de esta producción de conocimiento hubiera podido ser importante en la sociedad, si no se hubiera quedado en el contexto interno, alimentando la dinámica universitaria sin influir en la política ni en la economía nacional, en una especie de autocomplacencia teórica. Tras el derrumbe del mundo socialista, muchas cosas cambiaron en las universidades colombianas, no sólo por la oportunidad de ampliar el contenido ideológico del conocimiento, sino porque la universidad pública sufrió una decadencia financiera paulatina y, en consecuencia, académica, al tiempo que la educación superior privada interactuaba con la comunidad y funcionaba más allá del ámbito instruccional. Nadie duda de que la verdadera educación, la que permite que un país crezca y se desarrolle en la prosperidad, no es sólo acceso a la información y a los conocimientos, sino respuesta creativa a la necesidad de perfeccionamiento de los seres humanos. Por fortuna, la universidad pública superó su inercia creativa y comenzó una carrera de calidad académica, utilizada para responder a las demandas sociales, evitando el despilfarro de inteligencia, y la incoherencia entre discurso teórico y práctica social. Basta observar las reseñas periodísticas sobre las actividades de las universidades locales –la Tecnológica de Bolívar, la de Cartagena y otras–, para darse cuenta de que se preocupan por responder a los grandes problemas de su área de influencia, no sólo formando profesionales que cubran la demanda regional con eficiencia, sino a través de investigaciones que tratan de resolver preguntas relativas al desarrollo de la ciudad, del departamento y de la Costa Caribe. Las universidades en Cartagena ya no pueden ser acusadas, como lo hacían los izquierdistas ortodoxos de los años 70, de imponer políticas, discursos y prácticas funcionales para legitimar la lógica del mercado. Sus estudiantes y profesores estudian a fondo problemas que nos afectan, como la prostitución infantil, las prácticas culturales multiétnicas o la sistematización de los conocimientos que conforman la idiosincrasia regional, haciéndolos parte de su cotidianidad académica. Si a la integración con la sociedad le sumamos un esfuerzo para permitir la entrada a muchos jóvenes que no tienen recursos para seguir una carrera profesional, mediante programas como los Ceres, podemos decir que nunca como ahora, nuestra ciudad y la Región Caribe habían tenido la oportunidad de ampliar sus horizontes de desarrollo, con equidad social.

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