Editorial


Y cayó Jojoy

Hay un refrán que dice que “la gente es como Dios la hizo, y a veces peor”. El “Mono Jojoy” encarnaba el significado de ese refrán igual o mejor que cualquier otra persona de las Farc. Además de sanguinario, era petulante. Las Farc “eligieron” al menos dos presidentes de Colombia: a Andrés Pastrana cuando eran muy fuertes, porque el país esperaba que hicieran la paz con él. Los colombianos recuerdan el encuentro del entonces candidato con las Farc en la selva, y el reloj de la campaña de Pastrana en la muñeca de “Manuel Marulanda”. Esa imagen ayudó a que Pastrana le ganara a Serpa, ante el temor generalizado a las Farc de entonces y la expectativa de una paz negociada. En El Caguán, Colombia vio la arrogancia de las Farc, comenzando por el desplante de la famosa silla vacía, cuando el presidente Pastrana comprendió que “Marulanda” no llegaría. El “Mono Jojoy” fue protagonista de los diálogos, y es difícil olvidar su amenaza después de que se rompieron: “Los guerrilleros van para las ciudades. Allá nos pillamos”, queriendo decirle al país que las Farc urbanizarían la guerra, especialmente en Bogotá. Sus fechorías ayudaron a la elección y reelección de Álvaro Uribe, y al fortalecimiento de las Fuerzas Armadas que lo liquidaron. Se recuerda el video de “Jojoy” ostentando su reloj Rolex de oro y camioneta Toyota en la zona de distensión, y aquel otro en el que –burlón y siniestro- rondaba las alambradas de púas infames donde las Farc brutalizaban a un grupo de secuestrados. Al menos ante las cámaras, su estilo ostentoso y chicanero contrastaba con la severidad campesina de “Tirofijo”. De desplante en desplante, de secuestro en secuestro, y de ataque en ataque, como las tomas de pueblos inermes con cilindros bomba, las Farc unieron al país en un bloque casi monolítico amarrado por un odio visceral en su contra, la única explicación para tal aglutinamiento en un país tan polarizado. A las Farc las detestan en Ciudad Bolívar, Chapinero y El Chicó, pero también en los Montes de María y en Santander. No las quieren los labradores de la tierra, los obreros de las construcciones urbanas provenientes de las barriadas pobres, ni los estratos medios y altos de Colombia. Su ceguera podría explicarse por su aislamiento, o por sus paradigmas totalitarios obsoletos e inmodificables, pero no se entiende que la izquierda civilista, inmersa en el día a día del país real, no felicitara al Gobierno ayer, sino que incrementara las exigencias para que dialogue con las Farc, como para salvarlas de la debacle que ellas mismas se buscaron. La gente no quiere más violencia, pero quiere mucho menos a una guerrilla fortalecida para seguir matando y secuestrando. A las Farc ya no se les puede pedir sensatez ni realismo político, pero si les quedara un poco del sentido de autopreservación, o alguna brizna de autoestima, dejarían las armas enseguida.

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