Después de la euforia, cuando los jugadores del equipo campeón terminan de dar la vuelta olímpica con la Copa Fifa en alto, mientras lágrimas de júbilo asoman en sus ojos, nos queda un inmenso sentimiento de nostalgia, y a punto de soltar también pequeñas lágrimas, nos resignamos a esperar los cuatro años que nos separan del próximo mundial. Regresa la rutina, no más treguas a las 9 de la mañana y a la 1:30 de la tarde para mirar los partidos, no más discusiones sobre lo que debió hacer el técnico o a qué jugador debió meter en qué minuto, no más gritos desaforados con las jugadas espectaculares de los equipos suramericanos. Terminó un mes de emociones y alegría, y el cierre de esa fiesta deportiva fue una síntesis de lo vivido en Sudáfrica, sede del Mundial de Fútbol número 18, que cumplió con lujo de detalles el enorme reto de organizar por primera vez un torneo de esta naturaleza en un continente olvidado y sufrido como África. Una vez más, los más de 700 millones de televidentes que se calcula observaron en todo el mundo la final entre España y Holanda demuestran que el fútbol es el deporte más popular, el que convoca mayor cantidad de gente, a tal punto que se volvió idioma universal y punto de unión entre los pueblos. La parábola de una batalla en la que nadie muere, porque se enfrentan la destreza y la habilidad, sin espacio para el odio y la infamia, es el mejor paliativo para los desencuentros, la intolerancia y la violencia cotidiana que desangran a muchos lugares del planeta, entre ellos a nuestro país. El fútbol une voluntades en el frenesí, convierte las rivalidades en confrontaciones amables y felices, y por ello no existe un mejor medio para superar los conflictos que diluirlos en una cancha. Es cierto que en ocasiones, el fanatismo provoca desmanes y agresiones mortales, pero gracias a la voluntad de millones de seres humanos, esas agresiones han sido frenadas a tiempo y no crecen para volverse costumbre irremediable. Habrá tiempo de analizar las enseñanzas en lo deportivo y en lo social que nos deja el Mundial Sudáfrica 2010, de discutir la necesidad de dejar que la tecnología ayude a los árbitros, de sugerir cambios para que el fútbol no pierda su magia y los espectadores no dejemos de empaparnos de su frenético deleite. También habrá tiempo de fijar posiciones sobre la efectividad de los planteamientos tácticos exhibidos, los errores de los técnicos y lo que se necesita para que Colombia asimile las lecciones que nos dejó el Mundial. Tenemos cuatro años para ello. Por el momento, tendremos que consolarnos y mitigar la nostalgia mirando una y otra vez los goles más espectaculares, las jugadas más vistosas y los sacrificios que dejaron satisfacción o frustración, además del agotamiento. El fútbol será por mucho tiempo el mayor espectáculo deportivo del mundo y no hay mejor manera de rendirle tributo que jugarlo en los patios, en los barrios, en las canchas improvisadas y donde se pueda, tengamos 8 ó 60 años. ¡Qué viva el fútbol, el buen fútbol!
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