Editorial


¿El fin de las cabalgatas?

La Fundación Hilos de Oro y cabalgar planeaban una cabalgata en el Centro de Cartagena para recoger fondos destinados a los niños pobres, pero el Distrito anunció que los organizadores no tramitaron todos los permisos. Se anunció otra fecha, y luego no obtuvo la autorización para esta segunda y también fallida convocatoria, por lo que Hilos de Oro optó por un cine a favor de los niños pobres, que se realizará el 21 de diciembre en Caribe Plaza con el apoyo de Cine Colombia. Desde hace varios años es notorio que las cabalgatas urbanas con el formato tradicional en el sector turístico son anacrónicas, causan más problemas que beneficios y despiertan más antipatías que simpatías. Es lamentable, pero cierto. El villorrio original donde nacieron las cabalgatas se creció a la par del número de jinetes y caballos participantes, pero las vías son las mismas, mientras la cantidad de automotores se multiplicó exponencialmente. Ya no caben los vehículos, aun sin caballos. El tráfico se volvió hipersensible a cualquier obstáculo, y las cabalgatas y su apoyo logístico inevitable, los camiones, causan unos trancones monumentales. Crece el sentimiento de que es inaudito que se bloqueen las vías de un área sensible de la ciudad y no pueda entrar ni salir nadie durante algún tiempo, no importa si es un pasajero que debe tomar un avión, o un paciente que va de urgencia hacia un hospital, sólo porque algunas personas insisten en montar a caballo en el lugar más neurálgico de una ciudad congestionada y –como todas las urbes de algún tamaño- con gente bastante malhumorada por la congestión. Este bloqueo percibido como odioso, sumado a otros factores como el olor del estiércol y orina de los caballos, y la chabacanería de unos pocos jinetes pasados de licor, convirtieron las cabalgatas en eventos indeseables para una buena parte de los habitantes del sector turístico, sin negar que aún tienen una fanaticada importante porque son vistosas. El Universal ha insistido varias veces en que los aficionados deberían replantear las cabalgatas urbanas ante la oposición creciente de la ciudadanía, lo que implica definir cuál debería ser su móvil principal: montar a caballo por el placer de hacerlo y -de paso- mostrar los ejemplares al público, o montar sólo por ser visto haciéndolo. No hay duda de que la motivación de las cabalgatas oscila entre esos dos extremos. Si prima el afán de mostrarse, las cabalgatas morirán, porque cada vez será más difícil –quizá imposible- hacerlas en el entorno urbano moderno sin causar grandes disrupciones en la vida de la población. Y si la motivación se aproxima más a montar por el placer de hacerlo, las cabalgatas tendrían algún futuro, pero sacándolas del corazón de la ciudad insular y de calles estrechas, a lugares amplios en donde les ofrezcan diversión a los habitantes, en vez de dolores de cabeza. No tenemos la respuesta a este dilema, pero las autoridades, los organizadores de las cabalgatas y sus aficionados tendrán que volverse más imaginativos y flexibles para darles el giro que requieren, para que no desaparezcan.

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