Cartagena


El alcoholismo en boca de mujer

“Mi primera borrachera me la di a los 8 años”, empieza relatando *Raquel en una sesión de Alcohólicos Anónimos, seccional Cartagena, a la cual solo asisten mujeres.

El salón no es muy grande ni ostentoso, aunque sí lo suficientemente cómodo para el regular grupo de asistentes, cuyas edades oscilan entre los 30 y los 60 años.

Guardan entre sí una cálida concordia, que podría ser el incentivo para que cada una, a su turno, se levante con naturalidad, se coloque delante del estrado y cuente sin cortapisas sus desventuras con el alcohol y cómo lograron superarlas.

Son las 7:30 de la mañana. Todas, al igual que Raquel, se presentan y el grupo les corea la bienvenida:

“Esa primera borrachera –prosigue-- fue un 31 de diciembre, cuando a los niños se les permitía fumar y beber, dizque para despedir el año viejo.

Empecé a beber temprano, de manera que mucho antes de los pitos ya estaba completamente borracha. Y no solo eso, ya había discutido con mi madrastra, con mis hermanas y mi papá, que a esas alturas ya era un alcohólico de tiempo de completo.

Al día siguiente no experimenté guayabo ni remordimientos de conciencia. Más bien aceptaba alegremente las bromas que me hacían recordándome la borrachera; y hasta hubo algo que me quedó gustando: el alcohol me envalentonó. Por eso me atreví a decirle a mi madrastra cualquier cantidad de improperios que, desde hacía tiempo, tenía guardados en mi corazón. Porque mi hogar no era hogar. Era simplemente una casa llena de gente atravesada por conflictos: un padre separado y atrapado por el licor, unas hijas resentidas contra ambos padres y un demonio que hacía el papel de madrastra.

Esa primera borrachera no volvió a repetirse hasta que cumplí los 16 años. Había cursado un bachillerato excelente. Me gradué con honores. Fui la mejor de mi promoción.

Al año siguiente, ya estaba cursando el primer semestre de Economía en una universidad pública, pero ya tenía la costumbre de llegar al plantel con dos o tres cervezas en el cuerpo. Me sentía audaz. Creía tener el entendimiento más abierto, y  relaciones más fluidas con mis compañeros.

Sin embargo, ellos, desde un principio, avizoraron mis problemas con el alcohol. No solo por mi tendencia a tomar en grandes cantidades, sino porque siempre terminaba protagonizando alguna trifulca.

‘Párale bolas a esa vaina’, me decían, pero mi propensión era encontrarle excusas a todo: ‘lo que pasa es que combiné cerveza con ron’; ‘lo que pasa es que me dieron un whisky chimbo’; ‘lo que pasa es que no comí bien...’ Y así,  justificaba todo para no ver lo que era más que evidente.

En fin, terminé la carrera, me casé, tuve tres hijas y una situación económica envidiable, pero no paraba de beber.

A nivel orgánico y mental, el alcoholismo es igual en hombres y mujeres; pero a nivel social, hay algunas diferencias.

En un gran porcentaje, el hombre puede aceptar sin dificultades que tiene problemas con el alcohol, mientras que a la mujer le cuesta mucho trabajo admitirlo. Además, aprende a crear tácticas para disimularlo.

En mi condición de ama de casa, que laboraba desde  ahí mismo, mi canasta familiar siempre incluía un paquete de cervezas, supuestamente para hacer los oficios con más soltura. Mentiras,  siempre terminaba borracha.

Al principio, mi esposo y mis hijas se reían de esas ocurrencias, pero después empezaron a criticarme. Trataban de detenerme y yo pensaba que estaban irrespetando mi individualidad.

Comencé a padecer unos terribles guayabos morales y físicos. Morales, porque siempre que bebía protagonizaba alguna gresca. Y físicos, porque, cuando ya estaba iniciando la borrachera, me importaba poco combinar varias clases de alcohol, y ni me acordaba de la comida.

Muchos clientes, a los cuales asesoraba, se me retiraron, porque les pedía dinero por adelantando, me lo gastaba y no cumplía con el trabajo.

Mi esposo terminó marchándose, y casi que obligué a mis hijas a ser adultas antes de tiempo, porque fueron ellas quienes se echaron encima la carga de la casa. Les daba el dinero para que lo administraran todo, pues yo solo tenía tiempo para reunirme con mis amigos, la mayoría de los cuales  me mostraban aprecio, pero era por mi buena situación económica.

Lo cierto es que el alcoholismo en la mujer tiene una carga social pesada, puesto que ella es más estigmatizada. Un hombre con tragos se puede quitar la camisa en la calle, y quienes lo miren dirán que sólo es un borrachito. Pero si una mujer se quita la falda, no la bajarán de puta. A todo el que la vea se le meterá el diablo en el cuerpo y pensará en llevársela para hacer con ella quién sabe qué perversidades.

Una vez me desnudé el torso en medio de una parranda, pero conté con la suerte de que estaba en una casa de confianza, donde nadie me tocó, gracias a mi carácter agresivo, pero al día siguiente me llamaban por teléfono para señalarme cosas de las que a duras penas me acordaba. Esa vez, una amiga me dijo lo mismo que me recalcaban en la universidad: ‘párale bolas a la vaina’.

Ya en ese momento ganaba poco dinero. Casi nadie solicitaba mi asesoría, embargaron mis cuentas y, para solventar los estudios de mis hijas, comencé a vender mis objetos de valor.

Un día, haciendo diligencias en el Centro, me encontré con una amiga a la que tenía mucho tiempo de no ver. Nos tomamos un café. Después de contarle mis penurias, me pidió que la acompañara a una reunión, pero no me dijo de qué tipo.

Resultó ser una célula cristiana. La persona que la dirigía tenía un poder de palabra tan formidable que llegué a pensar que se estaba dirigiendo especialmente a mí, que el mensaje lo había preparado con aspectos de mi tragedia, lo cual era imposible, porque era primera vez que la veía.

La cosa me dio tan duro que me desvanecí en un llanto incontenible, como si hubiera cometido un terrible crimen. Mi amiga y los demás asistentes me abrazaban y me decían cosas bonitas: ‘Jesús te ama’. ‘No te preocupes que él está contigo’.

A la semana siguiente, esa misma amiga me trajo a este salón; y ya son cinco años en los que he logrado mantenerme sobria. Mi situación económica se restableció. Mis hijas ya son profesionales de éxito, pero nunca recuperé a mi esposo. Aunque lo mejor es que vivo tranquila, aferrada a Dios y a este grupo en el que he encontrado más que amigas, hermanas.

Ya son varias las que han venido impulsadas por mí, porque comprendieron que si pude escaparme del infierno, ellas también pueden lograrlo.

Si supieran, mis hermanas, que el recuerdo más hermoso que tengo de mi pasado fue cuando me paré, por primera vez, en este estrado y dije con voz llena de nervios: ‘Buenos días. Me llamo Raquel. Soy alcohólica’”.

*Nombre cambiado

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