Cartagena


Cartagenero aún conserva licencia que se exigía a ciclistas hace más de 50 años

OMAIRA ARISTIZÁBAL DUQUE

22 de octubre de 2012 12:01 AM

Eran otros tiempos. En los años 50 Cartagena era una pequeña ciudad de solo 111.300 habitantes. Apacible, con unos cuantos carros, poca gente, gran pasividad y tranquilidad.
En 1956, Lázaro Padilla De La Barrera era un joven de 25 años, trabajaba como cobrador de la Droguería Blanco y Roca en el Centro. Su experiencia cinco años antes como mensajero de correos le había dado un conocimiento detallado del pequeño poblado que era entonces La Heroica y empezó a sembrarle ese lazo de amor por el Centro, que aún perdura, convertido en nostalgia. (Lea editorial: El enredo de las bicicletas).
Cinco muchachos se repartían los pocos barrios y hacían sus recorridos a pie para repartir los telegramas en el Centro, Getsemaní, El Cabrero, Manga y Pie de La Popa.
El Centro era un hervidero. La vida fluía a su alrededor. Todos se encontraban en ese espacio, recuerda el ahora hombre de 81 años, a quien ese trabajo le permitió conocer a mucha gente y hacer lo que más le gustaba: escuchar historias, anécdotas y compartir en encuentros diarios con muchos contertulios. En cambio, igual o quizás más que hoy, los fines de semana el Centro se tornaba fantasmal y abandonado.
Su vida era como la de la mayoría de jóvenes de su época: sencilla, descomplicada, optimista y con la preocupación de un trabajo que le diera el sustento diario. En ese ambiente conoció a algunas personas influyentes de la época que marcarían su futuro laboral.
A sus 81 años tiene una memoria que le permite desgranar con su apacible voz y su imperturbable tranquilidad los hechos políticos y la historia que se escribía en la ciudad y en el país y que ellos comentaban en esos tertuliaderos naturales que se formaron alrededor de los parques de Bolívar y del Centenario; del Camellón de Los Mártires y algunos cafés, como El Moka, en la Calle del Candilejo. Era el sitio de encuentro con las personalidades de la ciudad y los grandes varilleros.
“Nos reuníamos a echar cuentos, a leer las noticias que traía el Diario de la Costa, cuyo director era Rafael Escallón Villa y a quien encontrábamos en algunos cafés de moda de ese entonces, todos eran lugares públicos. La más leída era la columna ‘Juanita’, que la hacía Josefina Pretelt de Urzola. Ahí nos enterábamos de todo lo que pasaba en la ciudad: de la gente y de la política, incluida la nacional. Uno se ‘informaba’ de lo divino y lo humano”.
Política nacional y local
Cuenta que los políticos eran muy cercanos a la gente, compartían y se les encontraba en cualquier sitio. “Pueblo chiquito, infierno grande”. Todos se conocían. En cualquier lugar se hablaba de política y de otros temas.
“Me tocó la caída del general Gustavo Rojas Pinilla, el 10 de mayo de 1957. Trabajaba en la droguería y todo el alboroto por el golpe me cogió en el Centro. Hice parte del jolgorio que se formó cuando se conoció la noticia.
“La muchedumbre se concentró en la Gobernación de Bolívar. Las manifestaciones, los discursos y el júbilo por la caída del militar fue general. Había una felicidad inmensa a pesar que él había llegado para restaurar el orden. El carro del gobernador, el militar Luis F. Millán Vargas, estaba afuera del Palacio de La Proclamación y sufrió las consecuencias de la euforia de la multitud. Los que pudimos nos subimos a gritar y a brincar encima y le hundimos toda la carrocería. Salimos a las calles, había mucha algarabía y confusión. El júbilo era total. Después de varias horas se disolvieron las manifestaciones y todo regresó a la calma”.
Los hechos históricos y el transcurrir en el Corralito están frescos en su memoria y van llegando sin ninguna dificultad, con fechas, lugares y personajes precisos.
Todo estaba concentrado en el Centro. No se parecía en nada a lo que es hoy. “Se veía abandonado, pero tenía un embrujo, que aún perdura. No porque fuera bello, porque en realidad no lo era, pero tenía alma. Era el lugar de encuentro de toda la gente, lugar de amistad, de compartir, de familiaridad. La calidad de la gente, la confraternidad, la hermandad, a pesar del abolengo de algunos se encontraban en ciertos puntos y se departía descomplicadamente. Todos disfrutaban a su manera, sin egoísmos. El reinado, por ejemplo, era el acontecimiento más importante de la ciudad.
Para Lázaro Padilla, Vicente Martínez Martelo ha sido el mejor alcalde y un buen ejemplo de lo que eran los políticos en aquel tiempo: cercanos a la gente y preocupados por la ciudad. Destaca en el mandatario esa como su principal característica. Le gustaba compartir con el pueblo y, además, con él empezó el crecimiento de la ciudad. Describe claramente un detalle como muestra de la actitud del común de la gente frente a sus gobernantes, familias tradicionales y poderosos.
“Todos los viernes hacía una marcha con su esposa por el Centro y la gente iba detrás de ellos. Era un acto de agradecimiento y cercanía que le permitía recibir el apoyo de sus conciudadanos. Era un ritual. Había confianza del pueblo hacia sus gobernantes”.
Además, dice, con Martínez Martelo empezó la transformación del Parque de La Matuna. Después del ferrocarril pusieron una bomba y luego en ese sitio construyeron el primer edificio que fue el Banco Popular, tenía dos plantas. Así empezó a gestarse el realce que tiene ahora el Centro Histórico y a desarrollarse y extenderse la ciudad.
El Centro
Contiguo a la Torre del Reloj, el panorama era dominado por el campo de La Matuna, desde el Banco Popular hasta la India Catalina. Ese era su nombre porque allí se jugaba béisbol y estaban las bodegas del ferrocarril. El tren cruzaba del campo de La Matuna hacia El Limbo, a la entrada de Bocagrande al lado de donde está hoy el Hospital Naval, para cargar combustible.
“Uno salía de la Boca del Puente para cruzar hacia el Camellón de Los Mártires (yo vivía en Getsemaní) y tenía que esperar a que pasara el tren. La entrada y salida de la mayoría de la gente era por la Boca del Puente. Eran pocos habitantes y ese era el sector más transitado.
“Solo existía el Centro, el barrio San Diego, Getsemaní y El Cabrero. En Bocagrande, el Hotel Caribe. Uno se iba a ese sector a coger icacos y uvitas de playa. Más allá del Centro estaban: La Quinta, El Espinal, Lo Amador y Torices, por supuesto, Manga y el Pie de La Popa, para esa época empezó a surgir Canapote y luego Crespo.
La ciudad estaba prácticamente estancada. Su crecimiento empezó entre finales de la década 1950 y antes de 19 70.
En esos tertuliaderos, en donde transcurría buena parte de la vida de los cartageneros también se realizaban negocios, se hacían contactos y se formalizaban acuerdos.
Asegura que las pirámides no son un invento de la sociedad moderna, estas nacieron en Cartagena en aquellos años. “La primera del país funcionó aquí. Se llamaba ‘Caribesa’ y quedaba frente al Castillo de San Felipe en donde hoy está el Portal de San Felipe. La montó Alfonso Piñeres, personaje de la alta sociedad, deportista y quien ostentaba públicamente su honradez. Era un asiduo visitante del estadio de béisbol. La gente confiaba en él. Tenía un concesionario de vehículos, pero paralelo a ese negocio captaba dineros de la gente con unos intereses fabulosos”.
Fue más o menos en 1960 y duró unos seis años. Al final se declaró en quiebra y fue el acabose. Muchos perdieron fincas, casas, jubilaciones y mucho más. La ambición de ganancias fáciles sin tener que trabajar movía a los cartageneros a depositar sus recursos en esa fantasía. “Los señores se encontraban para tomar tinto en el Moka y decían: ‘Voy por mis intereses a La Caribesa’. Metían dos, cuatro y más millones. Hasta muertos hubo por el impacto al enterarse que lo habían perdido todo. Su dueño pagó varios años de cárcel. Ese fue el gran escándalo de la época”.
Sin espacio para la cicla
El conservar una licencia de conducción de bicicletas expedida en 1956, que vuelve a cobrar vigencia ahora por la discusión que se da en la ciudad acerca de este medio de transporte en el convulsionado y caótico tráfico cartagenero y, por otro lado, la importancia de ese vehículo para el ambiente, sirvió de pretexto para conversar con este hombre sencillo, lleno de experiencias y conocedor de la ciudad de hace más de 50 años y de su gente.
Él nos transporta a la simplicidad de esa vida en el lejano y cálido Corralito. De la tranquilidad y el placer de pedalear, en contraposición al caos de hoy en el que esta actividad se convierte en un riesgo para la vida.
“Ahora es muy difícil. Se ha perdido el sentido de responsabilidad, cualquiera agarra un vehículo y lo conduce sin tener un pase, sin respetar las señales de tránsito. Se vuelan las escuadras, se suben a los andenes. Y ni hablar de una bicicleta. Es un acto de alto riesgo manejarlas”.
La bicicleta prácticamente ha sido reemplazada por la moto, sobre todo, como herramienta de trabajo.
Para poder manejar bicicleta habría que buscar una nueva cultura “porque con respecto al tránsito esto prácticamente anda al garete: organizar ciclorrutas sería muy importante, pero es muy difícil porque no hay vías apropiadas. Se requiere de una transformación y más espacios que permitan el desplazamiento seguro de los ciclistas por toda la ciudad, pero de momento no es fácil. Quizá, solo en el Centro se podría organizar, pero algo meramente recreativo”.
Ahora son otros tiempos, aunque para Lázaro Padilla, el Corralito conserva ese embrujo que toda la vida lo sedujo y lo obliga hoy a inventarse un pretexto diario para visitarlo, recorrerlo, mirarlo con nostalgia y reconocer su desarrollo. En pleno siglo XXI, la ciudad es caótica, tiene cerca de un millón de habitantes, está llena de carros, motos y falta cultura ciudadana. ¡Quién lo habría pensado, las bicicletas tienen motor y, por eso, las licencias de conducción se impondrán nuevamente!.

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