Los ruidos de las chicharras y las picadas de enjambres de mosquitos durante la noche del pasado sábado en San Francisco, no dejaban dormir a Joaquín Lambis, pero a eso de las 2 de la madrugada cayó derrotado por el sueño, sentado en una silla plástica en mitad de la calle, frente a los escombros de lo que queda de su casa, donde guarda unas láminas de eternit y unos cuantos enseres.
Dice que al rato sintió cosquillas en el pie derecho e instintivamente lo movió con brusquedad, pero un dolor fuerte lo despertó sobresaltado y cuando miró su pie, distinguió los ojos brillantes de una rata grande que quería arrancarle el dedo gordo.
Con el otro pie Joaquín se zafó del animal, pero sangraba y debió ser auxiliado por Marlene López, su esposa, quien lo acompaña en la vigilia desde hace seis días, cuando decidieron desocupar poco a poco la casa, que comenzó a caerse a pedazos.
Con la ayuda de vecinos, de inmediato fue llevado al centro de salud, donde un médico lo atendió y le recetó una medicina que se ha tomado al pie de la letra.
“Del pie ya estoy mejor, pues no me impide caminar, el problema es que ahora no duermo. No me descuido porque las ratas me pueden volver a morder. Mi mujer dice que duermo con un ojo abierto y uno cerrado, pero que va ella a sabe’ que no logro conciliar el sueño porque le tengo más miedo a las ‘ratas’ de dos patas, que abundan en la zona”, dijo la noche del lunes de esta semana el hombre, a quien El Universal estuvo acompañando. Él se gana la vida embobinando motores de abanicos y licuadoras.
“Nosotros salimos de aquí cuando logremos encontrar un camión que nos lleve al 13 de Junio donde ya encontramos una casita en alquiler”, expresa el hombre mirando a su mujer que cayó en los brazos de Morfeo, acomodada en un viejo sofá, con las piernas levantadas sobre una silla plástica.
“Ojo pelao”
La risa estridente que proviene de una esquina aledaña llama la atención.
Los cuentos que refiere uno de los afectados que prefiere “celar” lo poco que le queda en su casa, a irse a dormir donde unos primos, causan hilaridad en un grupo de 8 hombres que per-noctan para que los dueños de lo ajeno no hagan de las suyas.
“Hace como dos noches que dejé de lamentarme, quizás cuando entendí que si Dios hizo esto es porque nos tiene algo mejor. Sin embargo, uno no puede dejar tirada su casa e irse para otra parte, sobre todo cuando le toca salir a las volandas”, manifiesta Jorge Buendía Sáenz, vendedor de gafas que denota tristeza porque su familia está rega-da donde familiares.
“Aquí uno espanta mosquitos, pelea con ratas y debe estar pendiente de los bandidos que intentan robarse lo que sea. Y eso que tengo que destacar la presencia de la Policía y la In-fantería de Marina”, advierte Henry Meza, vendedor ambulante, quien tiene seis días sin trabajar, por lo cual sólo come lo que se puede.
Al lado de Henry están Jaime Mendivil y Javier Polo González, amigos de infancia que vieron cómo en tres días sus casas colapsaron.
“Vea, nosotros necesitamos que nos entreguen una casita, pero pronto para salir de aquí inmediatamente”, dice Javier Polo, vendedor de gafas en la playa, quien tiene días sin laborar.
“Ya me comí el plante. Ahora tengo que prestar plata para empezar de nuevo, pero de aquí no me voy hasta que no consiga una casa arrendada y el compromiso del Distrito de en-tregarnos una buena casa”, advierte el vendedor de gafas.
Al preguntarle al grupo si alguno ellos lograba conciliar el sueño, contestaron que se turnan para dormir una o dos horas, mientras los que quedan con el ‘ojo pelao’ vigilan que ningún visitante extraño camine por las calles vericuetosas de San Francisco.
Más adelante de la ruinosa Calle de Los Espelucados, donde está ese grupo de vecinos, dos jóvenes de la familia Fuentes vigilan en el segundo piso, de lo que queda de su vivienda, cualquier movimiento en las calles vecinas.
Durmiendo en la calle
Cerca de donde los Fuentes, en lo que antes se conocía como la Esquina Caliente, Fabiola Morales, de 48 años, saca de un pequeño fogón una arepa asada para saciar su hambre.
Quienes no han salido del barrio deben cocinar sus alimentos en improvisados fogones de leña y vivir sin energía y agua. Por la noche duermen a la intemperie, rogándole a Dios que no llueva.
“Estamos peor que en el desierto. Nos quedamos aquí, cerca de nuestras ca-sas, porque no tenemos adónde ir. Fíjese, yo hago bandejas de deditos, pero desde que la casa se me ca-yó no trabajo. Mis hijos están regados: dos en Olaya, otro en la California y el mayorsito aquí”, dice la mujer, con lágrimas en sus ojos.
“Nosotros llevamos varios días caminando todo el día buscando casas, pero los arriendos están muy caros”, añade la mujer.
A su diestra, en la oscuridad, tres mujeres duermen bajo el cielo y sobre unas colchonetas. Más adelante un hombre hace lo mismo en un sofá desvencijado.
La mujer retoma el diálogo para expresar: “Sólo Dios sabe por qué nos hizo esto”.
Durante un recorrido de dos horas por las ruinas de San Francisco, de 10 a 12 de la noche el pasado lunes festivo, con apoyo de la Policía, El Universal habló con unas 100 personas que se quedan en las noches a cuidar lo poco que les dejó la tragedia.
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