Cartagena


Villa Rosita y el arca de Juana: Memoria de un barrio víctima de una inundación

RUBÉN DARÍO ÁLVAREZ P.

19 de diciembre de 2016 10:20 AM

La tranquilidad de Juana Pimientel Cervantes se terminó el día en que cometió la “imprudencia” de preguntarle a un obrero cuál era la razón para que el barrio se anegara cada vez que caía la lluvia.

Llevaba un año viviendo en Villa Rosita, una urbanización fundada en 1984, y a la cual Juana y su familia accedieron en abril de ese mismo año.

Venían del Plan 400, barrio Blas de Lezo, cuando Ángel Cardona, su esposo, había comprado un taxi con el dinero que obtuvo como pensionado de la Policía Nacional, mientras que Juana seguía trabajando como auxiliar de enfermería en el Hospital Universitario de Cartagena.

Cuando decidieron vender la casa del Plan 400, una amiga muy cercana les recomendó Villa Rosita, aunque a esas alturas ya se estaban entregando las últimas casas. “Pero no se preocupe -le dijeron a Ángel en la sede de la constructora--: si deposita 200 mil pesos ahora mismo, le apartamos su cupo”. Ángel los consignó y, a la semana siguiente, se trasladó con su familia a estrenar la esquina Lote 10 de la Manzana 5.

A un lado de la Carretera de la Cordialidad, Villa Rosita tenía pocos barrios vecinos cercanos. Su entorno estaba compuesto por grandes solares enmontados y un tramo del Arroyo Matute, cuyas aguas bajan de las colinas del municipio de Turbaco.

Juana recuerda que la mayoría de sus vecinos eran empleados de la zona industrial de Mamonal o empleados del sector estatal, quienes disponían de sus propios vehículos, lo que hacía menos preocupante el que la urbanización no contara con una ruta de buses propia; o que, por lo menos, tuviera la opción de utilizar alguna que pasara por La Cordialidad hacia los barrios limítrofes.

“El que no tenía carro -rememora Juana-, y necesitaba ir al Centro, por ejemplo, debía caminar hacia la Bomba El Gallo y esperar un bus de 13 de Junio. O cruzar hacia Las Palmeras y esperar un bus de Olaya Herrera. Y al regreso había que hacer lo mismo, pero al revés”.

Isbel, la hija menor de Juana, suele mencionar que la constructora entregó las casas con las fachadas pintadas de amarillo y el interior de blanco. Los servicios públicos ya estaban funcionando; y en cada terraza había un buen espacio para organizar un jardín al gusto de los propietarios.

Las viviendas no eran mansiones, pero contaban con el espacio suficiente para una familia como los Cardona Pimientel: la pareja de esposos, tres hijos y la madre de Juana, quien para entonces sufría limitaciones físicas que la obligaban a permanecer sentada, y en la mañana había que ayudarla a levantarse, a bañarse y a vestirse.

Desde las alturas de La Cordialidad, los pasajeros de los buses intermunicipales y conductores de vehículos particulares admiraban la belleza del barrio metido entre árboles y jardines exuberantes, donde reinaban las rosas, el bonche, el coralito y las veraneras, entre otras flores, cuyos perfumes se esparcían cada cierto tiempo entre las angostas calles peatonales.

“Los vecinos éramos muy unidos -señala Iván, el segundo hijo de Juana--. Todos los cumpleaños los celebrábamos, lo mismo que las fechas especiales, sobre todo la Navidad, cuando nos poníamos de acuerdo para embellecer las calles o para hacer reuniones donde degustábamos comidas que cada familia aportaba”.

Esa misma unión servía para que los vecinos se organizaran en aras de erradicar las culebras y mosquitos que salían de las zonas enmontadas y que muchas veces se les encontraba en los patios o en las recámaras, cuyas paredes daban hacia los solares baldíos o hacia el Arroyo Matute.

La misma organización se puso en marcha a mediados de octubre de ese mismo año (1984) cuando cayó el primer aguacero, una precipitación considerable que anegó la calle principal y las peatonales, por lo cual los moradores duraron dos horas barriendo para dejar el barrio nuevamente seco.

De ahí en adelante, Ángel se vio en la obligación de comprar un cepillo gigante, como los que usaban los barrenderos de las extintas Empresas Públicas Municipales de Cartagena, puesto que en ese mismo mes de octubre se registraron otros seis aguaceros que nuevamente anegaron las calles, y se necesitaban más de dos horas para evacuar el agua empozada.

“Recuerdo que cuando venía de trabajar -relata Ángel-, Angelito, mi hijo mayor, tenía que salir hasta la entrada del barrio para sacarme del carro, cargarme al burrito y llevarme a la casa. Después, se devolvía a conducir el carro al estacionamiento. Yo, apenas entraba a la casa, me cambiaba de ropa y salía a ayudar a los vecinos con la limpieza de las calles”

Por su parte, Juana dice recordar que siempre que llovía las consecuencias de los aguaceros eran cada vez peores. “Al principio -afirma-, se llenaba la calle principal. Después, se llenaba esa y las calles peatonales. Más adelante, el agua empezó a meterse en las terrazas. Y por último, los inodoros comenzaron a desbordarse y a empantanar las salas y las recámaras”.

El 7 de diciembre, cuando la comunidad se estaba preparando para celebrar el “Día de las velitas”, se desmandó otro aguacero que trajo todos los males en un solo paquete, lo que hizo que, al día siguiente, Ángel se presentara en la sede de la constructora con la intención de interponer el respectivo reclamo.

“Señor -le respondió el constructor-, muéstreme una sola parte de Cartagena que no se anegue cuando llueve. Yo vivo en el barrio Castillogrande y allá todos los años nos anegamos. Y no nos ha pasado nada”.

Contrario a lo que el constructor esperaba,  Ángel no se sintió conforme con la respuesta y le enrostró lo engañados que se sentían los moradores, por cuanto Villa Rosita no tenía sistemas de evacuación, lo que lo hacía vulnerable ante el más leve de los serenos.

Sin embargo, ese mismo mes los Cardona, al igual que la mayoría de sus vecinos, comenzaron a hacerles mejoras a las viviendas, entre esas la construcción de un plafón destinado a trasladar las recámaras a un proyectado segundo piso, pero los trabajos se interrumpieron el día que Juana se encontró con uno de los obreros que seguían aplicando los últimos detalles a las casas que aún no estaban ocupadas.

-Oígame, señor -dijo Juana-, a nosotros nos engañaron con este barrio.

--¿Por qué?

-Porque siempre que llueve se nos llenan las calles, y hasta las terrazas.

-Mire, mi señora -respondió el obrero en voz baja-: este barrio se va a inundar, porque quienes lo hicieron lo dejaron muy por debajo de La Cordialidad. Es decir, el barrio está en un hondo; y, apenas caiga un aguacero fuerte, de esos que desbordan al Arroyo Matute, veremos una emergencia bien grande por estos lados.

Desde ese instante la tranquilidad de Juana se volvió añicos. Como en el capítulo bíblico del Arca de Noé, los nervios la obligaron a ir de casa en casa a avisarles a los vecinos que había que salir del barrio lo más pronto posible, porque se preveía una inundación de grandes proporciones, pero algunos prestaban atención, otros se reían y los aparentemente impresionados sugerían que debían reunirse para hablar con las autoridades, pero esas reuniones nunca se organizaron.

Juana se cansó de advertir a los vecinos, pero la intranquilidad la corroía por dentro y por fuera. El cabello empezó a despoblar la parte delantera de su cabeza, mientras que Teresa, su madre, le gritaba: “te vas a volver loca. Aquí todo el mundo está tranquilo y tú muriéndote de angustia”.

Pero Juana, en sus noches de desvelo, no hacía más que imaginarse el gran diluvio llenando las casas y a la señora Teresa arrastrada por las corrientes y sin maneras de accionar sus piernas reducidas por la artritis. Así que en febrero de 1986 pusieron la casa en venta, después que la firma constructora les devolvió los 200 mil pesos que habían depositado para apartar el cupo de la vivienda, pero lo que habían invertido en el proyecto del segundo piso nunca se pudo recuperar.

Por esos días, varios vecinos, asesorados por juristas, arribaron a la sede de la constructora en busca de que les devolvieran su dinero o de que adelantaran algún trabajo que redujera la incidencia de las inundaciones, pero nada de eso fue posible.

En julio del 86, con la mudanza de los Cardona Pimientel hacia el barrio Los Calamares, terminaron las incertidumbres de Juana. Pero el 26 de noviembre de 1987 la zozobra se transformó en dolor cuando escuchó por la radio que sus vecinos de Villa Rosita lo habían perdido todo por causa de un aguacero que se desparramó en la madrugada. Y tanto se desbordó el Arroyo Matute que el agua sobrepasó niveles nunca antes vistos.

Ángel estaba laborando en su taxi cuando escuchó la noticia. Trató de llegar al barrio para ayudar a los vecinos, pero las autoridades habían cerrado La Cordialidad. Los carros circulaban por la Avenida Pedro Romero y la gente comentaba que a muchas casas, entre esas la que había sido de los Cardona, a duras penas se les veían los techos.

Dos días después, los Cardona arribaron a Villa Rosita. No bien habían llegado a la entrada cuando las lágrimas inundaron los ojos de Juana y de Isbel. El panorama era desgarrador. Los muebles, los electrodomésticos, los carros, todo había quedado atrapado por el agua, el barro y la maleza.

Todos se pusieron en acción para tratar de salvar lo poco quedaba, mientras se consternaban con la noticia de un vecino que padeció un infarto fulminante al presenciar la avalancha de naturaleza enfurecida que se había apoderado de su casa.

Chapaleando el barro y los pedazos de taruya, los Cardona lograron llegar a la esquina de la Manzana 5, Lote 10, en el momento en que un grupo de rescatistas de la Defensa Civil navegaba en una lancha inflable por los lados de lo que había sido la vivienda de Juana.

“A tu casa no se le veía el techo”, le informó una vecina.

“Y pensar que no te hicimos caso”, dijo otra secándose el llanto que Juana había tratado de evitarle unos meses atrás.

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