Cali


Jorge Eliécer Mora, el hombre que murió en el atentado de Pradera, Valle

COLPRENSA

18 de enero de 2014 11:05 AM

Pradera está llena de historias de guerra: de historias de desplazados, de amenazados, de atentados, de tiroteos, de muertes. 

Jorge Eliécer Mora Ospina, el hombre de 67 años que murió en el atentado de las Farc este jueves, ha sido la última víctima fatal, el último en un listado largo. 

Jorge Eliécer pasó a ser parte de un acumulado de cifras, de meras estadísticas: 61 heridos que dejó el atentado, un muerto dentro de los miles que ha dejado el conflicto en este país. 

Pero la vida, cuando se estudia en sus pormenores, alcanza toda su magnitud. 

Jorge Eliécer vivía con una sobrina suya, Deyanira Ospina y con su sobrino-nieto, el hijo de Deyonira. 

Hace algo más de un mes, el hijo de Deyanira perdió su trabajo, de modo que Jorge Eliécer tenía la responsabilidad de alimentar a las dos personas que vivían con él. 

Recibía el dinero que Acción Social, de la Presidencia de la República, entrega cada mes a las personas de la tercera edad. El dinero era usado para pagar las cuentas de los servicios públicos. 

Cada mañana, luego de ayudar a Deyanira Rodríguez a abrir su tienda, la misma que quedó destruida después de la explosión, y luego de hacer los mandados que le encargaban algunos de sus vecinos, Jorge regresaba a su casa con las monedas que ganaba y preguntaba qué faltaba para el almuerzo. Aquellas monedas servían para comprar el arroz o el azúcar o la sal o las lentejas de cada día. 

Daisy María vive a dos casas de la que fue la casa de Jorge. Para ella, recordarlo a él es recordar su propia historia. 
Daisy fue desplazada de Corinto, en el Cauca, en 1999, luego de que un grupo de guerrilleros asesinara a su hijo de 18 años por negarse a hacer parte de sus filas. 

El día en que lo mataron, Daisy se enfrentó con los guerrilleros, quienes, luego de asesinar a su hijo, dispararon contra ella sobre su mano izquierda. Al día siguiente, la mujer, de 58 años, salió hacia Pradera con la mano agujereada por el disparo que había entrado por la planta y salió por su parte superior. 

Mientras esperaba en casa de Jorge que el cuerpo llegara para ser velado, Daisy recordaba su propia tragedia. La muerte de su vecino se la recordaba: le recordó que la guerra es implacable y ciega, y también infinitamente injusta. 

“¿Por qué tuvo que morirse Jorge?”, se pregunta Daisy. “¿Por qué tuvo que morirse mi hijo, por qué siguen atacando este pueblito así, de ese modo?”. 

Marta, hija de Juan Mateo Valencia, un hombre de 65 a quien le tuvieron que amputar su pierna izquierda ayer por la gravedad de las heridas que las esquirlas del atentado dejaron, se pregunta lo mismo. 

Marta dice: “mi papá era solo un jubilado que salía a tomarse un café cada mañana a una cafetería del pueblo”. 

Juan Mateo ahora está sin una pierna y su estado es crítico: la amputación ha generado complicaciones que obligaron a los médicos del Hospital Universitario del Valle, en Cali, a llevarlo a la Unidad de Cuidados Intensivos, en donde su pronóstico es reservado. 

UN DURO RECIBIMIENTO 

El capitán Víctor Antolínez, es el comandante de la Estación de Policía de Pradera. A su cargo, desde hace ocho días, están los 26 patrulleros y los cerca de 30 auxiliares que tiene el municipio. 

El capitán llegó a Pradera luego de pasar cerca de dos años en Florencia, Caquetá. Allá, dice, la guerra “es más cruda”. 

“Los Policías están todo el tiempo con cascos y chalecos antibalas, porque se han convertido en un blanco directo de los guerrilleros. Es decir que en cualquier lugar te atacan a bala”. 

Antolínez es de El Espino, Boyacá. Está casado y tiene una hija de pocos años. Ocho días después de su llegada a la comandancia de la Policía de Pradera, tuvo que ver cómo dos de sus policías y tres de sus auxiliares caían heridos por las esquirlas de una motobomba. 

“Yo me he acostumbrado un poco a todo esto. En Florencia las cosas eran mucho más difíciles, aquí, no hay tanta tensión como allá, a pesar de lo que pasó”, dice el capitán. 

Por su parte, el sargento primero Wadis Payares, quien iba en una patrulla de la Policía a menos de 10 metros del lugar en que explotó la motobomba y que recibió varias esquirlas en su ojo izquierdo, afirma que no tiene miedo, que nunca lo ha tenido, que su vocación es ayudar a la gente. 

Payares no es caleño. Nació en la Costa Caribe y aún conserva el acento de esa zona del país. Hace dos años que patrulla en Pradera y recuerda el atentado del pasado 31 de octubre de 2012, cuando a otros dos milicianos que se disponían a detonar una bomba en el parque del pueblo, se les activó la carga acabando con sus vidas e hiriendo a 35 personas, entre ellos 14 niños.

Payares, junto a los demás uniformados heridos, tuvo ayer una revisión médica por parte de los doctores de la Policía quienes determinaran el tiempo que debe pasar de licencia antes de regresar a las calles. 

Pero Payares quiere regresar rápido. Dice que su vocación es la Policía, es ayudar a la gente, es tratar de evitar esos mismos atentados, y que en eso está el sentido de su vida. 

Pradera parece estar poblada de personas como él. A su lado, tres jóvenes de 20 años, los auxiliares que resultaron heridos cuando iban en la patrulla, dicen que también quieren hacerse policías. Uno de ellos, César Perea, tiene un parche en su ojo izquierdo y un dolor de cabeza que no ha parado desde el día del atentado. 

Quieren hacerse policías, dicen, porque les gusta, y porque sienten que su pueblo lo necesita. 

Cada uno de ellos tiene una historia que contar: la historia de su tía que fue desplazada, o la historia de un amigo que murió asesinado o la suya propia. 

Pradera está hecha de retazos de guerra. Pero también de esperanza, de hombres y mujeres cansados de la guerra que no dejan de creer que todo puede ser algún día de otro modo. 

 

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