Una de las frases más escuchadas en las últimas semanas fue la de que estas elecciones serían “las más pacíficas en los últimos 50 años”. De esa sentencia, repetida esta noche por el presidente Juan Manuel Santos, que resultó cierta, hay que aprender muchas cosas que están por debajo de las cifras escuetas sobre la disminución de las acciones de violencia.
Porque estos comicios bien pueden presumirse como los primeros en una Nación en paz, hecho que sería convertido en realidad por la firma del acuerdo que negocian hace más de tres años el Gobierno y las Farc en Cuba y por la suma a ese convenio del ELN, la segunda guerrilla del país, por número de integrantes.
Esa sensación de que en el 98 % del país se pudo votar en paz resulta atípica, para todos los colombianos que estábamos acostumbrados a que los procesos electorales eran sinónimo de atentados, emboscadas, bloqueos, miedos y candidatos divididos entre los que pedían diálogo y los que pedían guerra.
El que pasó hoy, en cambio, resultó ser un certamen electoral normal; es decir, las que en el mundo civilizado se conocen como elecciones, pero que para los colombianos están resultando ser un verdadero descubrimiento.
Por eso además de celebrar la caída de los índices de violencia durante la jornada de votaciones y durante los meses previos, esa nueva realidad tiene que ser correctamente analizada, para entender los retos que plantea y reconocer los cambios que tienen que darse en las instituciones y en los procesos, para seguir avanzando hacia un país con una democracia verdaderamente fuerte.
La primera enseñanza es que una vez corrido el pesado telón del temor que despertaban las amenazas de los grupos más violentos, quedó expuesta otra realidad: que en Colombia las elecciones se ganan con plata. Tanto con plata que llega a las campañas para dar groseras desventajas a unos candidatos sobre otros, como con plata en efectivo que se traslada de pueblo en pueblo para comprar conciencias y votos.
Acabar con esa realidad tiene que ser un propósito nacional. No solo por la consideración ética de que las elecciones tienen que ser transparentes, sino porque la tan mencionada paz que está a punto de firmarse solo será sostenible en el tiempo, si todas las personas que quieran participar en política gozan de garantías para ello. No hay que olvidar que la raíz de este conflicto armado que se quiere cerrar es, justamente, el bloqueo de una parte del país para que los demás no se acercaran al poder a través de los votos.
Para avanzar en esa dirección, lo que hace falta es una reforma estructural completa del sistema electoral. Empezando por la necesidad urgente de que los partidos políticos sean fortalecidos, para que sean los que canalicen los recursos y no –como funcionan hoy— sean meros expendedores de avales para quienes sean capaces de mostrar más ingresos, sin importar de dónde los obtengan.
Mientras exista el voto preferente, los partidos no serán, como deberían, más importantes que los liderazgos individuales. Por eso es urgente discutir una reforma para hacer obligatorias las listas cerradas, en las que los aspirantes se agrupen alrededor de ideas, programas y propuestas, que sean distinguibles para los ciudadanos y que les hagan posible elegir sobre cómo quieren que sea su vida y su futuro y no sobre caciques electorales que manipulen sus votaciones.
No se puede menospreciar el dato del incremento de la participación ciudadana en las votaciones. Bien puede significar que en un país en paz y con un esquema político más confiable y organizado, se multiplicarán las personas que participen en las decisiones de sus comunidades.
El segundo aspecto que quedó al descubierto fue la debilidad estructural del sistema organizativo de los comicios.
La Registraduría Nacional tiene resultados positivos de sobra para mostrar en su tarea logística, que le permite cubrir el total de los municipios y corregimientos del país, y en su tarea de entregar resultados de las votaciones, cada vez con mayor velocidad y transparencia. Pero carga el lastre de un atraso de diez años en implementar el reconocimiento biométrico de los votantes. Hoy ese recurso había sido anunciado apenas para zonas consideradas con peligro de fraude, pero ni en esos sitios tan específicos funcionó, en algunos con resultados tan malos que hubo que suspender la identificación a mitad de la jornada.
La segunda entidad con responsabilidad en los comicios, el Consejo Nacional Electoral, tiene, por su parte, muchas cuentas por rendir, sobre todo porque su papel será trascendental para ese esperado futuro en paz. Su decisión de luchar contra la trashumancia electoral y contra las inscripciones irregulares de candidatos es encomiable, pero los resultados fueron lamentables. Nadie siente confianza hoy sobre la forma como se actuó y esa es una sensación que no puede perdurar.
Para el CNE el cambio reglamentario también es urgente. Tanto las normas con las que se rige la conformación del Consejo (y que le dan un amarre a los partidos que en la práctica lo paralizan) como las que determinar el manejo de las encuestas, la publicidad y el proselitismo, son todas tan viejas que no hay manera de resolver con ellas asuntos tan sencillos como las publicaciones en internet o el envío de publicidad en mensajes de texto.
Estas son algunas de las tareas que la jornada electoral del 2015 nos ha planteado. Será tarea de los mandatarios y de los cuerpos legislativos elegidos, pero especialmente del Congreso de la República, tomar las decisiones que permitan cambiar un sistema electoral maltrecho por años de guerra interna, por uno que sea útil al espíritu de paz que desea el país.
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