Año tras año los carnavales nos recuerdan que hay quienes inventarían los absurdos, las truculencias y los despistes, exagerándolos o transformándolos para caricaturizar a los personajes que se involucraron en ellos. Aunque provocan risas, la trascendencia de su tarea está en ponernos a reflexionar acerca de las conductas de los que se ufanan en saber a pesar de ignorar, los que se proclaman como honestos aunque mienten y hurtan, de los que afirman defender a la ciudadanía aunque incurren en procederes que desmejoran los servicios. La tragedia y la comedia expuestas sin el rigor del teatro, pero con la hondura del analista.
A través de las parodias y disfraces presenciamos el fracaso de la infamia o la confirmación de su prosperidad. Todo porque el carnaval no se limita a la imitación y al incremento de los desafueros del hedonismo. También presupone libertad para crear, cuestionar e interpretar la cotidianidad defiriendo de la perspectiva oficial. Por eso siempre mostrará innovaciones, no para destruir u opacar lo establecido, sino para reinventarse y rescatar la memoria de la colectividad, valiéndose de la lúdica para convertir al león de la pradera en gato siamés. En efecto, durante el jolgorio los vigilantes hacen una tregua para que la censura y la intimidación desaparezcan.
Las creaciones de los carnavales aglutinan, identifican y conmueven a una comunidad, pero, aunque la sacuden del letargo, no tienen la virtud de detener los desmanes. La irreverencia con que las presentan son un desfogue y un bálsamo para las carencias o las agresiones que la martirizan, inclusive para aquellas que no lo celebran, pues en ellas también hay quienes se encargan de recrear las situaciones que sorprenden, solo que el estreno de la representación no espera temporada, ni requiere de un disfraz. Asistimos a la retaliación por medio de la simbología. Quizás por eso nos tomamos con calma la desfachatez de los que invitan con dinero de nosotros.
El escándalo de las Dianas, de ocurrencia reciente aquí, merece incorporarse en el repertorio del carnaval, no sólo por ser el nombre con que conoceremos la epidemia de gripa que aparecerá cuando comiencen las lluvias, sino, también, porque la parodia será protagonizada por una dama que, sin pudores, exhibirá su riqueza. La acompañará el tesorero que le facilitó el enriquecimiento, quien, en señal de complicidad, portará un cheque y un comprobante para acreditar los efectos encontrados que se desprenden de una letra, pues mientras despista a los auditores que encontrarán el giro a favor de la DIAN, el banco le pagará a Diana.
La muerte de los sacerdotes que pagaron para que atentaran contra ellos será otro suceso que motivará el divertimiento. No porque se celebre la ocurrencia del deceso, sino por haberse frustrado la tentativa de ellos por ocultar sus preferencias sexuales y las enfermedades que los agobiaban como resultado del desorden y la promiscuidad en que vivían. La paradoja de predicar un credo que pregona como pecado conformar pareja con uno del mismo sexo y no sólo necesitar compartir afectos de esta tipo, sino tener que esconderse para lograrlo. La carga de aparentar lo que no se es.
En fin, la farsa que alimenta el carnaval y nos permite mamarle gallo a la vida.
*Abogado y profesor universitario
noelatierra@hotmail.com
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