Columna


Nunca como ahora, Cartagena había sufrido tanto de eso que llaman “contaminación visual”. Es decir, los obstáculos que van poniendo los constructores o los publicistas delante de lo que antes era un paisaje o el simple cielo que recrea al espíritu.
Lo extraño es que las autoridades no se cansan de prevenir y castigar la contaminación de los cuerpos de agua, de las zonas pobladas por árboles, de la tierra o del espacio auditivo, pero poco dicen de la contaminación visual.
Hasta ahora no he sabido de alguna instancia gubernamental que se haya pronunciado en contra de las espantosas torres que levantaron entre los barrios El Socorro y La Plazuela, por sólo poner un ejemplo.
Parece que todo el mundo estuviera contento con que ya no se puedan ver los árboles, ni los colores de las viviendas de dos pisos que adornaban las entradas de El Socorro y Santa Mónica.
Era un placer ver el monte poblando las zonas verdes, los cocoteros que crecían en los patios de Blas de Lezo, los enormes frutales del Colegio Biffi y la Carretera Troncal de Occidente por donde iban los buses de tablitas con destino a las zonas rurales de Bolívar.
Ese deleite se está acabando. Su majestad el edificio decretó que ahora los ojos humanos sólo deben encontrarse con sus repugnantes estructuras y las ventanas de los estrechos apartamentos.
Siempre imaginé que la gran zona enmontada en donde los niños de El Socorro nos internábamos para cazar pájaros, o comer la uvita de goma, podría convertirse en un mega parque desde los límites con Blas de Lezo hasta la entrada de Santa Mónica.
Pero parece que los funcionarios que permitieron al advenimiento de las torres se imaginaron que el entorno iba a mejorar. Todo lo contrario: ellas atajan el viento y asustan a los pájaros. Por su presencia intrusa, el calor es permanente y la visual está condenada a rechinar contra la antítesis de la belleza.
En casi toda la ciudad, las que antes eran hermosas casas, de máximo dos pisos, se están transformando en edificios de cuatro y hasta cinco plantas con escaleras y rejas de hierro que ignoran la existencia de la palabra estética. Un panorama aterrador.
Por poco se me salen las lágrimas cuando pasé por Santa Mónica y encontré que la casa en donde comprábamos la leche cruda que venía de una hacienda a la entrada de Turbaco, la derrumbaron para levantar un edificio blanco, que más parece una vela mortuoria que un espacio habitacional digno. Esa agresión (que no paisaje) la presencié en Nueva York, y la sensación es abrumadora.
Ahora la bahía de Cartagena luce como metida entre una corraleja de torres que impiden ver La Popa, a fuerza de ir desterrando las enormes casonas en donde nacían y crecían familias numerosas, que vivían contentas entre árboles frutales y arbustos ornamentales que ahora sólo existen en los recuerdos de gente vieja que no se acomoda en las estrechas paredes de los nuevos apartamentos.
Porque esta es otra dimensión del problema: tal parece que los actuales constructores se propusieran la reducción de las familias, que no quepan los abuelos, que no quepan más de dos hijos, que no haya espacio para las visitas de sobrinos, tíos y nietos; que tampoco lo haya para comunicarse con los vecinos, que la soledad sea el precio paulatino que haya que pagar en aras de transformar en negocio lo que antes era la vida.

*Periodista

ralvarez@eluniversal.com.co

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