Columna


Al Joe que tarde aplaudí

PANTALEÓN NARVÁEZ ARRIETA

18 de noviembre de 2011 12:00 AM

PANTALEÓN NARVÁEZ ARRIETA

18 de noviembre de 2011 12:00 AM

No había alcanzado la adolescencia cuando comencé a escuchar de Joe Frazier. Aunque se referían a él como campeón de los pesos pasados, los locutores de radio dirigían las reverencias a Mohamed Ali, el retador, un, según mi padre, charlatán que perdió la corona por renegar de su patria y ahora se promocionaba como invencible, a pesar de que no resistiría la contundencia del gancho que adormecía a quien lo encajara y que sobre el cuadrilátero lanzaba Joe, ese hombre que resistía sin inmutarse los insultos de su oponente, mientras consolidaba la confianza en emular a Joe Louis, su ídolo.
Era marzo de 1971 y por televisión se vería el combate. El horario, sin embargo, se convirtió en obstáculo insalvable y no pude ver confirmar el vaticinio de mi padre. Joe Frazier alcanzó a Ali en la mandíbula y este cayó. Garantizó no solo el triunfo de esa noche, sino aclaró que su resistencia y potencia le permitían permanecer como campeón e ingresar a la élite del pugilismo. No obstante la prensa hablaba más de Ali, lo que me satisfacía porque yo le favorecía con mi simpatía, a pesar de la derrota. 
Me entusiasmaba con la revancha. Ali tenía que desmentir la supremacía de Frazier. Pero el segundo combate tardó. Cuando ocurrió en 1974 ninguno era campeón, pero el interés por verlos no decreció. Orgullo y rencor dominaban a cada uno. Joe aún no perdonaba que Ali negara su grandeza. Tampoco que lo ridiculizara y no se disculpara. Al fin de cuentas él fue campeón olímpico y ganó su título en el profesionalismo tras derrotar a los mejores. Para desquitarse requería volver a ganar. Lo deseaba y se empleó a fondo. Pero los árbitros no lo favorecieron.
Esto abrió la oportunidad para un tercer combate. Esta vez fue en Manila. El mundo fue testigo de la entrega y el coraje de los púgiles. Luego de catorce asaltos con golpes y embestidas, lucían exhaustos. Frazier, que ya no veía por la hinchazón de los pómulos, parecía haber llevado la peor parte. Por eso su séquito decidió lo que él no deseaba: rendirse. Ali, en cambio, sí manifestó el deseo de abandonar. Pero su entrenador no lo complació. Esa decisión definió el pleito, que, según los entendidos, fue el de más emociones.
Entonces Joe se hizo querer y admirar de todos, inclusive de Ali, cuyas burlas y vituperios cesaron. Ya no está para contar su hazaña, pero nunca la olvidaremos quienes la vimos por televisión y supimos no sólo que la grandeza de Ali dependió de la rivalidad que mantuvo con él, sino que nunca se arredró ante la adversidad, ni rehuyó el riesgo, ni siquiera de niño cuando colaboraba (en las tareas del campo) con su padre, a quien la faltaba un brazo. Las crónicas señalan que él sostenía el clavo mientras su padre martillaba.
Eso tal vez explica por qué en Kinsgton, luego de que Foreman lo demolió con un uppercut al inicio del primer asalto, se levantó una y otra vez, hasta cuando el árbitro paró las acciones. Sólo entonces el nuevo campeón experimentó tranquilidad. Él también le temía a la fiereza y a la temeridad de Frazier. Al fin de cuentas fue una máquina que acorralaba hasta extenuarte. Si no, que lo desmienta Ali.

*Abogado y profesor universitario

noelatierra@hotmail.com

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