Lo mínimo que uno debería esperar y exigir de quien maneja dineros ajenos (léase dineros públicos) es pulcritud, transparencia, honestidad. Lo mínimo digo, porque el objetivo no es la pulcritud, si no que esos dineros produzcan la máxima rentabilidad posible en términos económicos y sociales.
No obstante en la práctica muchos se declaran satisfechos si sólo se logra lo primero, aunque las obras de transformación urbana y social, por ejemplo, no aparezcan en el inventario de los objetivos y realizaciones.
La función básica de quien ocupa un lugar en la administración pública que le permita ordenar el gasto, es saber qué hacer, y ser capaz de hacerlo. Con que no robe, no basta; porque puede malgastar los recursos en obras inoficiosas, o extremadamente cotosas y de bajo impacto urbanístico o social, sin coger, ni permitir que sus subalternos cojan, un solo peso; mientras el elector espera obras que transforme positivamente su vida cotidiana.
Si no hay plata para hacerlas, hay que idear las formas de obtenerla: a pesar de los traspiés que ha sufrido el emisario submarino, y la dura crítica que desde esta columna hemos hecho, “El Plan Maestro de Alcantarillado” es una muestra de cómo se conciben y se ejecutan grandes obras: no se requiere anteponerle el “mega”.
En otras palabras, malgastar y robar son “casi sinónimos” en la administración pública. La administración se valora, creo yo, más por el impacto positivo que tiene sobre la sociedad, que, o en equilibrio con lo que el gobernante logre acumular de manera mal habida en su patrimonio. Suena escandaloso, pero no por eso deja de ser cierto: la gente en la calle aún dice “que coja, pero que haga”.
Es que para el ciudadano expectante, da igual que el gobernante bote el dinero al mar, no haga nada con él, o que se lo guarde en el bolsillo (bueno, esto último da más rabia). Si lo llevamos al campo personal es más fácil entenderlo. ¿Cuestionaría usted a un comisionista que le proporciona buenas utilidades, si se coge algunos pesos?
Sin embargo lo peor no es que coja, si no que no haga nada. Esa serie de individuos, más cerca de la farándula que de las responsabilidades; que luchan y conquistan un cargo público para satisfacer el ego (estar en la mira de los medios y de las reuniones sociales); hacerse a un buen salario, y cuando se sacian de eso, hasta hacerse a unos recursos públicos que le permitan continuar en la vida de no hacer nada, o buscar las relaciones que le permitan subir otro peldaño más en la pirámide de la egolatría. De esos hay muchos en el escenario nacional. Casi me atrevería a afirmar (exagerando, por supuesto) que para ser político hay que ser farandulero y vanidoso; y de la farándula se puede brincar fácilmente a la política.
En la mente de esas personas no está, ni por asomo, el deseo de servir, ni las ganas de hacer obras, sino simplemente de servirse. Y así no nos sirven de nada; no importa que sean transparentes, se vayan sin un peso en el bolsillo (¿?) y dejen las arcas del erario público llenas.
Estas reflexiones un poco descontextualizadas con el momento, para llamar la atención del ciudadano, y de los aspirantes, sobre las elecciones que se realizarán a finales de este año: a escoger un buen ejecutivo.
*Ing. Electrónico, MBA, pensionado Electricaribe
movilyances@gmail.com
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