Columna


Banalidad del mal

ROBERTO BURGOS CANTOR

26 de marzo de 2011 12:00 AM

ROBERTO BURGOS CANTOR

26 de marzo de 2011 12:00 AM

Cada quien vive el tiempo que le toca como puede.
En el nuestro, de avances desmesurados en las ciencias, incertidumbres en el pensamiento, crisis en las artes, y catástrofes humanas y de la naturaleza, una tensión parece situarse entre el desmedido empeño de hacer riqueza y la modesta necesidad de compartir una fecunda austeridad.
Considerar esta época con los énfasis en las anomalías, desde la consternación por el crimen y la injusticia, con el temor por la hecatombe nuclear, a algunos analistas les parece apocalíptico cuando no desconocedor de los tímidos logros en lo social, lo económico y lo político. ¿Habría que agregar aquí lo religioso? ¿Habría que considerar si la palabra “consternación” aún describe el estado de conciencia y espíritu ante el horror?
A lo mejor la perfección existe como un deseo que todavía obsede a algunos humanos y buscarla por fortuna la aleja para hacerla más exigente.
Ahora la ilimitada exhibición del mundo nos lo muestra en su circunstancia, lamentable o estimulante, pero en todo caso más allá de nuestro balcón, de nuestra cama, de la silla preferida. El mar afuera, sigue allí, en su incansable lamer al mundo.
Es probable que siglos antes no llegaba en lo que llaman tiempo real (¿?) un panorama de la totalidad de la tierra y sus satélites y misteriosos planetas nocturnos y de atardecer. En él conviven lo virtuoso y la maldad. Ahora hay que esperar al mensajero del Gran Kanh en Las ciudades Invisibles.
Quién sabrá si la forma de mostrar el mal, desde las guerras hasta las trapisondas financieras; o el desquicie de quien mata a su mujer o encierra a su hija y la viola con un placer sin fin; o el que se roba los dineros públicos, o estafa a los humildes que desconfiados ante los bancos se dejan hipnotizar por los blaquamanes de lo imposible y desarrugan sus billetes, quién sabrá si esa forma, entre espectáculo y escándalo, volvió al mal una mera puerilidad de apariencia inofensiva. Como si el daño no causará perjuicio, como si el perjuicio a los desposeídos no contara y no produjera dolor.
Hay que pensar si en esto no influye esa especie de fiscalía pública auxiliar o justicia abierta a las que se ve impelida el periodismo. Una acusación tremenda contra alguien estremece las rotativas frías, pone al rojo los micrófonos, vuelve rayos equis las cámaras. Al inicio el acusado se volvía una cucaracha de Kafka. Ahora es capaz de comprar un periódico, una emisora, un canal de televisión, y vocifera y le disputa el aire a las nubes y contamina todo.
En tanto el pobre juez, pobre no de bienes, sino de condición profesional se enreda entre un secretario que dice saber más que él y sus respetables aspiraciones a una carrera en la rama que ahora depende no de su sabiduría sino de los padrinos entre los cuales cuentan los caballeros litigantes. Arrogantes y sobrados, de pañuelo en la solapa y grito de capataz en la garganta, y velada amenaza en los memoriales llenos de faltas contra la lengua. Pobre también.
El mal espectáculo se difumina. Las luces no dejan ver la moral, ni la justicia. Ceguera.

*Escritor

rburgosc@etb.net.co

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