Columna


Carta de un lector

JUAN GOSSAÍN ABDALA

20 de diciembre de 2011 12:00 AM

JUAN GOSSAÍN ABDALA

20 de diciembre de 2011 12:00 AM

Dos personas generosas, el director y el gerente de “El Universal”, me honran repetidamente al invitarme a escribir una columna en su periódico. No he aceptado por una sola razón: en más de cuarenta años de periodismo, nunca he sido columnista de opinión. Dediqué mi vida a la crónica, a echar el cuento, y, en cambio, me enredo siempre al opinar.
Pero ocurren casos y no me aguanto. Una querida amiga de mi familia, bogotana y mundana, visitó Cartagena, acosada por mi insistencia en repetirle que esta es la ciudad más bella del mundo. El domingo pasado nos fuimos a la playa de Castillogrande, al pie del Club Naval.
Ya en el agua, tibia y tranquila, nos atacó sin piedad una flota de bolsas de plástico, empaques de papa frita, botellas de gaseosas. Lo peor era el avance incontenible de unos lamparones de combustible sobre la mansedumbre del mar. Mi amiga, con una mueca de repugnancia, regresó a tierra.
Entre la playa y Tierrabomba, cuatro o cinco motocicletas acuáticas arrojaban su humarada aceitosa sobre el oleaje. Lo propio hacían algunas lanchas de motor. En la playa había casi tanta gente como aceite y bolsas. Pero nadie dijo nada, ni abrió la boca. De policías o vigilantes, ni hablemos.
Y faltaba lo peor. Mi amiga, con el sonsonete de ironía de las mujeres cuando se burlan de uno, me decía:
--Con que “la ciudad más bella del mundo”, ¿no?
En ese momento, un señor y sus hijos llegaron en una camioneta gigantesca, la metieron al mar en reversa, aceleraron la máquina, llenaron el ambiente de vapores, y después bajaron un bote que empujaron mar adentro.
Mi amiga quería estrangularme. Pensé en los movimientos de gente buena que se arman en Europa, Estados Unidos, Japón, África, en el mundo entero. Los llaman, con justicia, “los indignados”. ¿Es que aquí no hay de eso? ¿A nadie le indigna nada? Y después nos declaramos asombrados cuando, tras acabar con la naturaleza, el universo se enloquece por nuestra culpa y no para de llover, destruyendo a los más pobres e indefensos, que casi no pueden comer papitas crocantes ni tienen bolsas de plástico para echarle al mar.
Esta ciudad, indestructible por quinientos años; que no se entregó ni siquiera a la flota más descomunal que el Imperio Británico armó en su historia; que no se rindió ante los piratas sanguinarios del Caribe, y que en 1815 prefirió morirse de hambre antes que tributarle vasallaje a los reconquistadores españoles, está en peligro de ser arrasada por nuestra propia indiferencia. Quién lo creyera. El almirante Vernon debe estar muerto de risa en su tumba.
El domingo quise gritar en medio del gentío de la playa. Pero, por fortuna, entre las espantosas manchas de aceite, salió a flote el mejor capital de Cartagena: los jóvenes. Dos muchachos saludaron a mi amiga y, y viéndola sudar, le dijeron:
--¿La señora nos permite invitarla a una cerveza helada?
Mi amiga se excusó porque ya nos íbamos a almorzar. Mientras se secaba, me dijo, al oído:
--Tienes razón: esta es la ciudad más bella del mundo.
Espero, queridos amigos, que esta sea la última vez que escribo una columna de opinión. Que no tenga necesidad de volver a hacerlo.

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