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CLAUDIA AYOLA ESCALLÓN

19 de enero de 2012 12:00 AM

CLAUDIA AYOLA ESCALLÓN

19 de enero de 2012 12:00 AM

En la calle del Espíritu Santo, en Getsemaní, el barrio que empieza a enunciarse como una nostalgia, en el que uno puede adivinar un futuro lleno de hoteles boutiques y exclusivos restaurantes, abrió las puertas el centro cultural Ciudad Móvil, un ejemplo de cómo el arte puede hacerle el quiebre a las lógicas perversas de una ciudad que se va cerrando para sus propios ciudadanos.
El centro cultural Ciudad Móvil es una propuesta que pretende mantenerse con independencia y libertad, para servir de plataforma a los diferentes artistas de la ciudad, sin importar el lenguaje del arte que manejen ni el barrio del que provengan.
Allí encontré a uno de los más grandes, a Joel de ABC, uno de los grupos de hip hop con mayor recorrido, gente que en sus entornos inmediatos, y afuera, se reconocen con toda su esencia. ABC ha ocupado los primeros puestos de concursos internacionales de ese baile urbano de una fuerza increíble, y se revela como un ícono dentro de su mismo barrio, pero en la ciudad, en esta absurda ciudad, no alcanzaban a ser reconocidos ampliamente.
Porque para ser considerado alguien en Cartagena pesa más las credenciales del club al que se pertenece o el sector en el que se nació, que las ganas de vivir, de crear, de cantar, de bailar. Y para montar una obra en una sala de exposiciones suele ser más importante la hoja de vida del artista que el arte que produce. Y el arte, como dice Eduardo Galeano, se vuelve artesanía dependiendo de la mano del que la elabora, como estrategia para relegarlo a exhibirse en un paño en el andén de una calle, ocupando el tan defendido espacio público, corriendo la liebre y con la desgracia de que le pidan rebaja.
Y la artesanía, para peor miseria, también tiene la opción de ser exportada mientras se enriquecen los hijos de algún expresidente, y los artistas que las producen no son nadie, no firman en ninguna parte, no tienen nombre.
Y se cree más el artista plástico que estudió en París, mientras que la cultura deja de narrarse a través de todas sus posibles manifestaciones porque se les cierra la puerta a la mayoría, y los raperos se confunden con rateros, y el grafiti se cree un acto vandálico.
El arte es uno de los tantos escenarios donde las élites establecen sus discursos hegemónicos, representados en palabrejas de intelectuales, en tecnicismos de críticos y supuestos expertos; y requiere espacios que tengan siempre las puertas abiertas, que no exijan códigos diferentes a la misma apuesta artística.
Como recrea Santiago Burgos en su texto La ciudad y el simulacro (http://santiagoburgos.wordpress.com/2011/06/21/la-ciudad-y-el-simulacro/) “Cartagena de Indias simula todo. Simula las posibilidades de acceso a manifestaciones culturales. De las decenas de festivales que se celebran aquí pocos tienen equivalencias en la cotidianidad de la vida urbana”. La estética impuesta de la ciudad alimenta un monstruo inventado, de palenqueras disfrazadas de palenqueras, de guayaberas de lino y mangas largas que asisten a eventos, shows mediáticos de literatura, cine y música. 

claudiaayola@hotmail.com

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