El cerebro humano es una coliflor cultivada por la evolución, donde el brócoli de sus neuronas viaja por el apio de sus conexiones. Y en las profundidades de los lóbulos temporales, en su parte baja, se localizan dos amígdalas cerebrales que, aun siendo del tamaño de unas almendras, pueden guardar el secreto supremo de las emociones. Es decir, el miedo que sentimos, el reconocimiento del peligro, la angustia, la culpabilidad o simplemente el impacto de estar alerta.
Evolutivamente, las amígdalas pertenecen a la época más primitiva de la formación del cerebro, llamado “reptil” por los neurólogos, teniendo en consideración que por aquellos recovecos se une la columna vertebral con el cerebro, con vecinos tan extraños como el cerebelo, el bulbo y el mesencéfalo.
Desde la época de nuestros ancestros los cavernícolas, las amígdalas cerebrales son las encargadas de alertarnos cuando el peligro acecha (instinto de conservación), de tal manera que podamos defendernos o simplemente salir corriendo con la misma velocidad que te imprime la persecución de un espanto enguayabado.
Traigo la historia de las amígdalas, porque recientemente en Internet se divulgó la noticia de una americana que padece una rara enfermedad cerebral llamada Urbach–Wiethe. Su efecto es la calcificación de su lóbulo temporal (casualmente donde se localizan las amígdalas), perdiendo su capacidad de percibir el temor, “aunque le cayera una bomba atómica en el patio de su casa”.
Según los doctores que evalúan a la señora -quien por cierto tiene 44 años de edad- resulta meritorio que pudiera vivir tanto, pues ni huele, entiende o distingue peligro alguno. Imagínense que el otro día intentaron atracarla con un cuchillo descomunal puesto en el cuello, y ella se limitó a susurrarle al ladrón: “Tranquilo bebe, que con ese juguetico me cortaron el cordón umbilical, relájate…; ¿qué te pasa?”. Y dicen los científicos que el malhechor la soltó despavorido y aún corre dando tumbos por las tierras frías de North Dakota. Pues según él, se equivoco y asaltó al mismísimo diablo. Sin saberlo, el bandolero fue traicionado por los estímulos químicos y sensoriales de sus amígdalas, mientras su víctima, la señora, los tiene secos como las uvas pasas navideñas.
Lo interesante de todo esto es que los científicos evalúan a la des-almendrada, casualmente para valorar tratamientos médicos futuros que puedan servir en aquellos pacientes que sufren de fobias, pánicos o culpabilidades crónicas, que carcomen la vida normal de cualquiera. También hay otros científicos que, mediante resonancias magnéticas o técnicas de tomografía de emisión de positrones, puedan medir el tamaño (normalidad) de las amígdalas e identificar clínicamente la otra cara de la moneda. Es decir, aquellos personajes que hacen sus fechorías o travesuras y andan por ahí con el mayor desparpajo, sin culpabilidades -con la piel de cocodrilo- como los sinvergüenzas de pura cepa.
Llegará el día, estimados lectores, que para acceder a cualquier dignidad pública o privada, tendremos que hacernos nuestro examen neurológico para revisarnos la normalidad de nuestra amígdala. Y posiblemente descubrir los secretos de una coliflor sin culpabilidades.
*M.A. Economía, Empresario
jorgerumie@gmail.com
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