La iniciativa del director de este diario, de reunirnos cada año alrededor de la mesa, a quienes compartimos la tarea de generar y formar la opinión pública, me ha hecho reflexionar sobre el sentido de la comensalidad. Estar con otros, alrededor de la mesa, para comer y beber juntos, es una de las referencias más ancestrales de la familiaridad humana. Recuerdo las palabras de mi padre: “las relaciones que sostiene la familia se hacen y se rehacen es en la mesa.”
La mesa, antes que un mueble, es una experiencia existencial. Los cartageneros de hace algunos años sabemos el alcance del “solo tren” dominical. Era un verdadero rito. Ese “solo tren” hizo, en muchos hogares, que la mesa fuera el lugar privilegiado de la familia, de la comunión y de la hermandad. Se compartía el alimento y con él, la alegría de encontrarnos, el bienestar sin disimulos, la comunión directa, los comentarios sin ceremonia de los hechos cotidianos, y las opiniones sin censura de los acontecimientos de la crónica local sobre Bazurto y la Alcaldía.
Como sacerdote que celebra la Eucaristía con la comunidad, sé que los alimentos son más que cosas materiales. Para Jesús y para nosotros la Eucaristía es sacramento de encuentro, de comunión, y por ello el alimento es apreciado y es objeto de comentarios. La mayor alegría de mi madre era vernos la cara de satisfacción después de haber comido. Pero reconozco que la mesa es también lugar de tensiones y de conflictos familiares, donde las cosas se discuten abiertamente y pueden establecerse acuerdos, y donde también hay silencios perturbadores que revelan todo un malestar colectivo.
La embarrada de hoy es haber modificado la lógica del tiempo cotidiano en función del trabajo y de la productividad, debilitando la referencia simbólica de la mesa. La dejamos, si acaso, para el domingo o para un momento especial. Ya no es el punto de convergencia de la familia. Hoy perdimos lo esencial. Buscamos el “fast food” para nutrirnos pero no para la comensalidad. La praxis de la comensalidad es ancestral. Está ligada a la propia esencia del ser humano en cuanto humano. Hace siete millones de años habría comenzado la separación lenta y progresiva entre los simios superiores y los humanos, a partir de un ancestro común. La especificidad del ser humano surgió de forma misteriosa y de difícil reconstrucción histórica. Sin embargo, etnobiólogos y arqueólogos llaman nuestra atención sobre un hecho singular: cuando nuestros antepasados antropoides recolectaban frutos, semillas, caza y peces no comían individualmente lo que reunían. Tomaban los alimentos y los llevaban al grupo. Y ahí practicaban la comensalidad: distribuían los alimentos y los comían comunitariamente.
Es la comensalidad, que supone la solidaridad y la cooperación de unos con otros, la que permitió el primer salto de la animalidad en dirección a la humanidad. Fue sólo un primerísimo paso, pero decisivo, porque en él se inauguraron dos características de la especie humana: la solidaridad y la cooperación en el comer. Esta diferencia, marcó toda la diferencia. La comensalidad que nos hizo humanos, puede, hoy, hacernos siempre de nuevo humanos. La tarea es sacar la TV y reservar tiempo para la mesa donde conversamos de manera libre y desinteresada. Cuando la anemia se globaliza en la humanidad, ella se renueva en la comensalidad.
*Sacerdote y sociólogo, director del Programa de Desarrollo y Paz de los Montes de María.
sgaray@fmontesdemaria.org
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