Leída la noticia por este mismo medio en la que el alcalde de Cartagena pretende extender hasta las tres de la madrugada los bailes de Picós durante los fines de semana, concluí hasta qué punto Campo Elías en su ingenuidad por tratar de preservar una tradición de la ciudad puede, sin la menor intención, terminar por completo con ella. Esto se debe quizás al rápido deseo del mandatario por complacer al sector popular de la ciudad, que así me gustaría que fuera, pero cada acto administrativo establece nuevas condiciones de juego para la población y estos cambios potenciales son los que los funcionarios públicos deberían analizar.
Pensé que si no hacemos algo al respecto, nosotros tendríamos cabida en aquellas frases de William Ospina en la franja amarilla donde reitera que “cuando una sociedad no es capaz de realizar a tiempo las reformas que el orden social le exige para su continuidad, la historia las resuelve a su manera, a veces con altísimos costos para todos”. Ese costo no sería otra cosa que la inevitable degeneración de la cultura picotera. Con el horario extendido hasta una hora en la que más de la mitad de la ciudad se duerme y el sonido se camina por los barrios despertando gente como el mensajero de la mala hora, con el tiempo prolongado hasta el momento en que el alcohol ha trepado a las cabezas de todos, no sobra algo menos que una pelea con un par de muertos.
Entonces vendrá la repulsión de este fantástico fenómeno musical, porque cuando la violencia se filtra en un imaginario acaba por fermentarlo, dejarlo con la fecha vencida de su aceptación en la tierra, se pudrirán los castillos de bafles con letras de colores excéntricos que un día en los años sesenta llegaron a formar parte de nuestra identidad con salsa puertorriqueña y ritmos africanos, la nostalgia quedará sin validez ante la nueva sangre en las aceras, estará astillada aquella razón social por la que entendemos lo que los Picós significan para nosotros: la interacción del pueblo que se junta en los mismos sentimientos de jolgorio y miseria.
Nuestra cultura, que hace que las calles sean canchas de fútbol elaboradas con escombros y dibuja goles de trapo hacia pórticos inventados, que deja para siempre el olor del pan en el ángulo recto de las esquinas, la misma que reúne a los amantes en un baile de picó entre la guachafa de la noche y determina el erotismo distinguido de la champeta, la cultura: el concepto de los barrios populares que las familias adineradas censuran o copian sin gracia. Es sin duda lo único que nos queda en un país tan devastado por la historia armada y la corrupción impune, es el premio de consolación de los desdichados por el Estado y su filarmónica de embusteros. Sin embargo, existe un punto en que la misma cultura se encuentra cara a cara con su propia desgracia: es a ese punto al que no debemos llegar con los Picós.
*Estudiante de Derecho de la Universidad de Cartagena
orolaco@hotmail.com
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