Columna


Con el agua hasta el cuello

LIDIA CORCIONE CRESCINI

19 de octubre de 2010 12:00 AM

LIDIA CORCIONE CRESCINI

19 de octubre de 2010 12:00 AM

El lunes de la semana pasada, después de regresar de la Zona Norte, me quedé en el Centro para hacer una diligencia. A las cinco de la tarde, después de cumplir con mi cita, salí a la esquina del Claustro de la Merced para tomar un taxi. Mi mano abanicó ocho veces. Los conductores bajaban el vidrio y me preguntaban con contundencia: ¿Para dónde va? Hasta Castillo, les respondía. ¡Uf seño!, hasta allá ni loco, todo eso está inundado y hay trancón. Después arrancaban como alma que lleva el diablo. En mi ejercicio repetitivo de levantar la mano como quien quiere y no quiere la cosa, no sabía si reír o llorar, si salir corriendo o gritar. Revestida de paciencia pensé en irme caminando, pero no tenía puestos los zapatos adecuados para la travesía de 5 km aproximadamente. En ese instante recorrí mi vida, instante que se convirtió en hora y media. Pensé en mis logros como profesional y docente, en mi familia, en los desplazados, en los damnificados, en los ricos, en los pobres, en los dirigentes, en los gobernantes, en los secuestrados, en los retóricos, en los indiferentes, en los amargados, en los avivatos, en los sapos, en los lambones, en los agalludos, en el impuesto predial y en mi ciudad. De repente un taxi “zapatico” pita, le hago la señal y se detiene. Sin pensarlo, le pregunto: ¿Señor para donde va?, déjeme aunque sea en la entrada. El taxista me responde: ¿usted para dónde va? Le digo: a Castillo. Vamos, móntese, yo la llevo, ya he ido dos veces hasta allá. Era un muchacho joven con aspecto de “aleluya” -Dios la bendiga- y no me equivoqué. Me decía que para eso estaba él, para prestar un servicio y que las personas debían ayudar a los demás porque Dios recompensaba al que ayudaba. Mi sorpresa fue que cuando ibamos por El Malecón, el hombre se voltea, me mira, me da disculpas y empieza su proeza. Se encaramaba a como diera lugar por los andenes, con una pericia increíble. “Seño”, me dijo, “si se me moja un fusible quedamos fritos y se me apaga el carro”. Cuando nos acercábamos a mi destino final, el agua de la Bahía cubría el paseo peatonal, la grama, la calle, los andenes y la entrada de los edificios (este suceso es repetitivo desde hace varios años). Creí que iba en una canoa y habíamos arribado a Buenaventura. Inmediatamente me sacudí, estaba divagando. Pensé en la situación absurda: apartamentos de 1.500 y 2.000 millones de pesos engarzados en unas estacas y con una vista deplorable: troncos secos, botellas y vasos plásticos flotando, tarulla y un olor repugnante y nauseabundo que no tiene descripción fácil. Recordaba que a los de estrato seis les chupan la sangre por todos los conceptos y sin embargo, como lo he manifestado varias veces en este espacio: somos de estrato 1. Este diario nos informó en días pasados que la Alcaldía ya tiene en sus manos los estudios para empezar a ejecutar las obras de protección contra las mareas. A partir del año entrante los trabajos del muro de contención se empezarán para solucionar (si es que resulta) este deterioro. El problema no es cuestión de risa, es muy grave y serio. El Gobierno nacional debería meterle el hombro, de la misma manera que lo hizo para el túnel de Crespo, siendo el del desbordamiento de la bahía de Cartagena prioritario. ¿Hasta el año entrante? *Escritora licorcione@gmail.com www.lidiacorcione.blogspot.com

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