Columna


Condenados a la libertad

CARLOS VILLALBA BUSTILLO

28 de agosto de 2011 12:00 AM

CARLOS VILLALBA BUSTILLO

28 de agosto de 2011 12:00 AM

No hay movimiento revolucionario serio e idealista, convencido de sus ideas y firme en sus propósitos, que no necesite pueblo para triunfar. Por necesitarse pueblo para triunfar es más fácil obtener su respaldo cuando la chispa de la lucha se enciende por los abusos de una dictadura, como ha pasado desde los tiempos del absolutismo: los reyes en Francia y los zares en Rusia, o Porfirio Díaz en México y Fulgencio Batista en Cuba.
La fiebre revolucionaria en Colombia se inició contra las dictaduras conservadoras que siguieron a la Segunda República liberal, pues desataron sus fuegos contra el adversario porque tenían Gobierno sin Congreso, y esa realidad los indujo a quebrantar las reglas del juego democrático. El conservatismo no triunfó en 1946 porque los gobiernos liberales hubieran fracasado, sino porque ese partido se dividió y el minoritario unido superó las dos minorías de la mayoría desunida.
Pero, además, la política de aquella época era diferente y la mística de los partidos existía. Cuando la fiebre de la guerra de guerrillas apareció, diez años después del indulto a los guerrilleros liberales y del asesinato de otros, Colombia había salido ya de la tercera y última dictadura para reestrenar democracia con el Frente Nacional. Con restricciones, sí, pero en todo caso en busca de una paz burocrática que complementara la paz política.
Sin embargo, la fiebre de una juventud insatisfecha vio en el ejemplo cubano la fórmula precisa para combatir el exclusivismo de la oligarquía, y el plebiscito del uno de diciembre de 1957 brindó el pretexto con la expulsión de los partidos de izquierda de la competencia electoral por 16 años. Una torpeza tan nociva como el exterminio que se adelantó posteriormente contra la Unión Patriótica, hecho clave para que las Farc arreciaran su tránsito de los combates militares al terrorismo de los asaltos y las minas antipersona.
Vayamos a saber si de haberse evitado aquellos dos desaciertos de consecuencias tan monstruosas otra fuera la situación de orden público. Ahora, luego de la mano dura de Uribe y con un Gobierno de otro talante y otro estilo, tanto éste como las Farc –y a lo mejor el Eln– deslizan guiños esperanzadores para ensayar otra búsqueda de reconciliación. ¿Se convencieron las Farc de que sin pueblo, y corrompidas en el narcotráfico, están condenadas a una guerra eterna? ¿Cree el Gobierno que la subversión no volverá a ensuciarse en los anhelos de paz de un país despedazado por la violencia?
De solo pensar que si no tuviéramos el gigantesco gasto militar que genera la guerra saldríamos de un amplio margen de pobreza, hay argumento para justificar, entre nosotros y ante la comunidad internacional, un proceso de negociaciones en regla, sin condiciones imposibles de cumplir como la de negociar matando y secuestrando, y continuar pasándose por la faja el Derecho Internacional Humanitario.
Kirchner fue montonero y llegó a la Presidencia de la Argentina. Pepe Mojica fue tupamaro y está de Presidente de Uruguay. Daniel Ortega fue sandinista y volvió al mando en Nicaragua. Estaban, según el juicio de Sartre, condenados a la libertad. Ojalá entienda el señor Cano que la democracia sepultó todos los anacronismos basados en las armas y el terror.

*Columnista

carvibus@yahoo.es

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