Columna


Confesiones Post-Bicentenario

NADIA CELIS SALGADO

16 de noviembre de 2011 12:00 AM

NADIA CELIS SALGADO

16 de noviembre de 2011 12:00 AM

“Suenen trompas en honor…;” Confieso que me costó aprenderme el himno de Cartagena y aún no entiendo eso de “ínclita ciudad”. Mi sentido de pertenencia debe menos a los símbolos que a los caminos transitados entre sus gentes; a los zapatos viejos, diría el célebre tuerto.
Mi amor por Cartagena ha sido tormentoso. Lleno de separaciones, reencuentros y sanas distancias. Nunca platónico: mi nostalgia es inmune a las imágenes de postal. Obedece a memorias de la piel: la temperatura del mar y el sofoco en los buses; la alegría de la música y la impaciencia ante el ruido; el goce de un buen compañero de baile y el fastidio ante los roces no invitados; el aroma de la leche de coco hirviendo y la fetidez de la ciénaga.
Ha estado también cargado de frustración. No creo en los amores que matan, pero el amor no puede ser indolente. A cualquiera que ame esta ciudad, Cartagena debe dolerle.
La de hoy es ocasión para celebrar; mi aporte tardío a las fiestas del Bicentenario, cuyo cénit viví desde la distancia, pero que me había gozado a lo largo de su copiosa agenda, entre conciertos, conferencias y encuentros con ciudadanos comprometidos.
Me uno al homenaje a la ciudad libre, la única digna de festejar. La ciudad colonial, cuyas insignias se empeñan en capitalizar, que la festejen los hoteleros. A mí me huele demasiado la sangre y humillación. La veo sobrevivir en la discriminación, en la servidumbre de muchos y el alma de negreros que todavía distingue a nuestras clases dirigentes.
No hay sino que ver los monumentos heredados por la conmemoración del primer centenario para imaginárselo muy distinto. La del segundo supo a pueblo, no a glorias petrificadas; recordó el valor de los muy distintos ciudadanos que se levantaron contra el poder colonial por amor a sí mismos y a la ciudad. Felicito el empeño de sus organizadores en devolverle la cara mestiza y mulata a nuestra historia.
¿Qué quedará de ello? No lo sé. Cuando pienso en la ciudad que seremos, vuelve la incertidumbre: las imágenes de casas sumergidas en los barrios y de la ciudad vieja bajo el agua; el desplazamiento de la pobreza (para que se note menos y le deje espacio a los nuevos edificios); el uso y abuso de una democracia hecha de papel, botellas de ron y el peso ($) de los votos. Entonces me entra la rabia contra esa costumbre tan nuestra, tan caribeña, de celebrar en la desgracia, de ponernos el traje de fiesta sobre las heridas purulentas.
Pero como el amor es optimista, imagino que ese esfuerzo por enseñarle a cartageneros y cartageneras el valor de su participación en la independencia y en la construcción de esta ciudad dejará su huella. Que otro será el orgullo gestado por himnos como el “Getsemanicense” y la “Rebelión”. Que el apoyo a la cultura juvenil, la tradición popular y las artes, dejará ciudadanos más conscientes y dispuestos a pelear por un tercer centenario realmente libre, como solo se puede ser desde la igualdad de oportunidades y la justicia. Que la memoria del coraje de los que nos precedieron, renovará las batallas de este siglo.
Porque la única cura para el dolor de ciudad es participar, reclamar, armarnos de ideas y propuestas.
Una última confesión: Como tantos a quienes he visto sudar este amor doloroso, no nací en Cartagena.

*Profesora e investigadora

nadia.celis@gmail.com

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