Columna


Cultura de la ilegalidad

REDACCIÓN COLOMBIA

16 de marzo de 2012 12:00 AM

INDIRA ALEXANDRA RICAURTE VILLALOBOS

16 de marzo de 2012 12:00 AM

¿Qué hace diferente a un miembro de las Bacrim de alguien que se adelanta en la fila de un banco? ¿Hay algún tipo de relación entre un miembro de un grupo al margen de la ley y el conductor de un vehículo que se vuela un semáforo en rojo? ¿Qué separa al político corrupto del estudiante que comete fraude en una prueba académica?
Sin duda, dentro de este grupo de comportamientos intolerables, algunos de estos merecen mayor reproche social, así, será juzgado con más severidad quien sin ninguna consideración moral decida quitarle la vida a alguien. No en vano, nuestra legislación ha consagrado un sinnúmero de tipos penales que señalan diferentes consecuencias punitivas atendiendo a la importancia del bien jurídico y su relevancia social.
Sin embargo, lo anterior no obsta para establecer una fina relación entre estos tipos de conductas, pues como observamos, en todas ellas hay un incumplimiento de la norma en tanto regla dirigida a la ordenación del comportamiento humano. De allí tenemos que también infringe la regla y por ende irrespeta el ordenamiento jurídico, aquel incumplidor que considera la viveza como un valor esencial para la supervivencia humana, pues en el país de la malicia indígena, el colombiano es por antonomasia “vivo” y portador de un carácter autóctono no transferible a otras nacionalidades.
A este fenómeno de la inobservancia de las pequeñas reglas, el reconocido investigador Mauricio García Villegas lo ha llamado “cultura del desacato”, también conocido como “cultura del incumplimiento” o “cultura de la ilegalidad”, una suerte de anomia social caracterizada por un hondísimo problema de eficacia del derecho.
En Colombia han sido muchos los académicos, políticos y tecnócratas que han abordado esta noción señalando incluso el abuso del concepto, sin embargo cualquiera sea el término que se utilice para designar estos eventos, es claro que el desacato de cualquier normatividad que la sociedad se haya impuesto constituye un retroceso, en últimas, hacia el modelo de país.
Obedecer la norma debe ser ante todo un acto de amor, un respeto a la institucionalidad que emerja desde la familia como núcleo estructural de las sociedades modernas, en definitiva, un pacto que selle el compromiso entre el Estado y el ciudadano, pues finalmente la obediencia del derecho nos permitirá sublimar la condición humana en un despliegue ético y estético, he ahí el encanto de la valentía del cumplimiento.
Incluso el revolucionario entiende que para cambiar el sistema hay que seguir unas normas, pues la emancipación conlleva principalmente un acto de respeto hacia los principios iusnaturalistas que nacen con el individuo y anteceden a la noción misma de Estado.
Si la rebeldía nos dio la independencia, que el cumplimiento de las normas nos dé la libertad.

*Estudiante de VII Semestre de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad de Cartagena

indi142@hotmail.com

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