Columna


¿De qué gobernabilidad hablamos?

MARISTELLA MADERO JIRADO

26 de octubre de 2012 12:00 AM

MARISTELLA MADERO JIRADO

26 de octubre de 2012 12:00 AM

“Cambiemos todo para que nada cambie”, la célebre máxima de Lampedusa en su novela El gatopardo, parece hecha a la medida una y otra vez para describir la situación política de Cartagena. Es una ciudad que parecía ofrecernos un respiro cuando tuvo en la alcaldía pasada una forma de hacer política al margen de algunos grupos “politiqueros” tradicionales, nos ha mostrado en un abrir y cerrar de ojos que poco o nada había cambiado. En esos ires y venires políticos hablamos de gobernabilidad, midiéndola por la eficiencia del alcalde ante la oposición del Concejo o por los acuerdos con los actores políticos.
Hoy, cuando voces locales y nacionales se han alzado para pedir una urgente recuperación de la gobernabilidad para evitar que la administración siga siendo cooptada por mafias rentistas y recobrar la confianza ciudadana, poco se ha reparado en el significado de la gobernabilidad que se reclama.
Para algunos técnicos, la gobernabilidad debería entenderse como la eficiencia y eficacia de los gobiernos al ejecutar políticas públicas. Según Naciones Unidas, la gobernabilidad debe ser, además, democrática, entendida como la capacidad de las sociedades de  orientar y organizar sus instituciones públicas y sociales, de modo que ofrezcan a las personas más y mejores oportunidades. Otros la consideran como el logro de un cierto “consenso social” que permite avanzar por una senda de progreso.
¿Cuál de estos conceptos es aplicable a Cartagena? Avances quizás hemos logrado, pero la gobernabilidad que parece existir en Cartagena se ha basado en acuerdos privados entre actores, en el intercambio de favores por votos y apoyos políticos. Y a veces hasta en silencios o complicidades.
Estos acuerdos clientelares no sólo se dan desde las estructuras políticas que gobiernan.   También los ha habido desde las organizaciones privadas, empresariales y comunitarias. El clientelismo como acuerdo privado para la obtención de favores con recursos públicos ha sostenido en gran parte lo que aquí llamamos gobernabilidad. Así, quienes participan del acuerdo, protegen y legitiman al gobierno, mientras que los grupos opositores, antes férreos contradictores en campaña, con complicidad callan o se ocultan. Los sectores empresariales permanecen en silencio. Y muchos ciudadanos se olvidan de lo público, porque el acuerdo fue cumplido cuando le pagaron su voto.
Tales acuerdos han operado como un toldo invisible que ha impedido, sí, que la ciudad toque fondo, pero que en realidad es un simulacro de gobernabilidad. Cabe, entonces, preguntarles a quienes piden airadamente recuperarla, ¿a qué clase de gobernabilidad se refieren?
Hoy, cuando tenemos un alcalde encargado nombrado por el Gobierno nacional, con gran compromiso pero con muchos intereses a su alrededor, y está  en curso la designación de uno de los candidatos ternados por ASI, los ciudadanos tenemos el derecho de preguntarnos sobre la gobernabilidad que queremos y confrontarla con  la realidad del contexto político local. Todos tendríamos que preguntarnos también cómo hemos contribuido a que el clientelismo político sea el catalizador del “consenso social” y el motor de la gobernabilidad.
Podría ser este un primer interrogante para empezar a transitar sobre los pequeños cambios que permitan, algún día, de verdad cambiarlo todo.

*Profesora del Departamento de Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales  de la UTB.

mmadero@unitecnologica.edu.co

Las opiniones aquí expresadas no comprometen a la UTB o a sus directivos.

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