Columna


Del naranjal a los labios

CARLOS VILLALBA BUSTILLO

09 de enero de 2011 12:00 AM

CARLOS VILLALBA BUSTILLO

09 de enero de 2011 12:00 AM

Muertos John y Robert Kennedy, poquísima gente en los Estados Unidos dudó que el menor de la dinastía, Edward, obtuviera el poder cuando le viniera en gana. Todo iba viento en popa: senador a los 30 años, eminente y sagaz, estudioso, serio y organizado como legislador, dinero por bultos y popularidad. Era cuestión de tiempo y coyuntura tomar la decisión de pescarlo. No había afán.Pero un año después del asesinato de Bob, Edward tuvo un accidente automovilístico en el que murió Mary Jo Kopechne, la chica que lo acompañaba en lo que parecía una disidencia conyugal bien craneada. Se atortoló tanto que demoró horas en reportar la tragedia, huido ante el pavor de perder la estabilidad de su matrimonio y parrandearse su futuro político, aunque horas después, ya más sereno, explicó por la televisión y la radio los detalles de aquel momento infortunado.
La sombra de Mary Jo y el puente Dyke serían su karma. Se resignó a bajar el perfil sin descuidar sus deberes senatoriales y sus responsabilidades con el Partido Demócrata, en cuya directiva y cuadros consolidó su patriarcado. Ninguno de los dramas familiares –incluyendo el cáncer de sus hijos Kara y Edward Jr– lo alejó de sus labores institucionales y políticas. Con iguales bríos a los del inicio de su carrera, Ted asistía a los comités y las plenarias a trabajar, redactar informes, interrogar funcionarios, pronunciar discursos y velar por los intereses de Massachusetts en Washington.
Antes de morir y ya enfermo de gravedad, en la Convención Demócrata que proclamó a Obama el mundo presenció el testimonio final de sus convicciones políticas y su disciplina partidista. Su testimonio póstumo, y para la historia, es su libro de memorias intitulado “Los Kennedy. Mi familia”, donde el menor del clan recrea la trayectoria de una vocación de poder que ha sido blanco de exaltaciones y denuestos, y que requería una voz que relatara, desde adentro, por qué la voluntad de un padre ambicioso y las ejecutorias de tres hijos talentosos sedujeron a más de medio planeta.
Le correspondió a Ted llenar, en cierta medida, el vacío que John y Robert dejaron por no haber tenido tiempo de redactar sus propias memorias, lo cual sube los méritos del esfuerzo que el voluminoso tomo constituyó para el sobreviviente que no quiso mudarse sin plasmar una visión de la época que los Kennedy etiquetaron con su estilo, sus ideas, su trabajo, su visión de la política y del Estado, y el sentido de patria que el servicio público supone.
Hay mucha historia leída, contada, vivida y aprendida en el largo recuento de Ted. Las adversidades le troncharon una aspiración opresiva, pero las letras lo recompensaron. Le permitieron la reconstrucción de unos sucesos impregnados de genio y sangre a lo largo de tres generaciones. Como se sabía, no todo en la familia Kennedy fue gloria, dinero y poder. La maltrataron desgracias que otras menos estoicas hubieran cambiado, de ser también ilustres e influyentes, por la paz de un discurrir discreto, sin tragedias ni amarguras.
La controversia en torno de los Kennedy continuará, y la literatura pacotillera la azuzará. Pero hay ya, del naranjal a los labios, otra herramienta para creer en el “veredicto justiciero de los tiempos”.

*Columnista y profesor universitario

carvibus@yahoo.es
 

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