Columna


Del sonido, el color y los olores de Cartagena

AP

23 de diciembre de 2010 12:00 AM

CRISTO GARCÍA TAPIA

23 de diciembre de 2010 12:00 AM

No es algo que se fragüe o se conjugue como un verbo para que produzca el efecto que buscamos o queremos que sea. No. El color y el sonido son signos y símbolos sustanciales de este Caribe germinal que trajinamos sin darnos cuenta. Y que pasa por encima de nosotros como esas trombas marinas que se arremolinan en lo más remoto de la mar y sólo venimos a percibirlas cuando nos han dejado en el más triste y pavoroso desamparo y desnudez.
De ahí que no resulte extraño, cuando menos para nosotros los de estas tierras del viento, el yodo, el níspero y el caimito, que en medio de una hilera de monumentales rascacielos de algunas ciudades del Caribe aparezca como puesta por obra y gracia de un soplo fantástico una casita de techo azul, paredes amarillas y un indefinible terracota descuartizando con su música de colores el blanco y azul, vidrio y acero, de la arquitectura circundante.
O recomponiendo el mar burbujeante de estrellas en el claror del salitre de las cinco de la tarde, a punto de extinguirse e irse a sus dominios para empezar a mezclar los colores del día que volverá a fraguar entre una música de gaviotas, pájaros de altamar y un zumbido como de tambores invisibles. El mismo que amanecerá amacizando por los cuatro costados esta urbe del sonido, del color y de un tiempo sin señales ni avisos.
¿Ustedes sí creen que si le quitan el sonido natural -no el amplificado electrónicamente-, el bullicio, los olores, los colores, las carretas de plátano, los buses destartalados, los gritos de los vendedores de todo, la música, la gustadera ruidosa a los cartageneros por prescripción y mandato de la autoridad competente, volvería esta parroquia a ser y a hacer lo que ha sido por los siglos de los siglos?
¿Si son ustedes, cartageneros de bizarra estirpe o de plebeya gracia, capaces de imaginar, ver, oír, sentir, percibir, a una palenquera ofreciendo su surtido de dulces y frutas exóticas en el más recóndito y sobrecogedor silencio andino para no perturbar la quietud de la grey circundada de históricos pedruscos, miasmas pestilentes y pelícanos de buche abultado por la edad? ¿Y qué decir de los cobradores de buses de Bazurto, Daniel Lemaitre, Piedra de Bolívar o Torices, ofreciendo sus rutas bajo la más estricta y ponderada flema inglesa para no quebrantar con su sonsonete melódico el pentagrama impuesto por la autoridad ambiental competente?
Díganme ¿qué pasaría con los vendedores de loros, guacamayas, pericos, gallinas, cotorras y cuanto plumífero Dios creó, anunciando y ofreciendo su vistosa mercancía con un avisito bajo el más severo y estricto rigor sintáctico y ortográfico dictado por la RAE, que no por el Establecimiento Público Ambiental, EPA?
Yo, que abomino por ruidoso hasta del suspiro de un ángel en trance, no soy capaz siquiera de pensar que eso pueda ocurrirle a Cartagena. Y todo, porque el sonido, el color y la música son de la naturaleza germinal de sus gentes.
No quiere decir por tanto, que no sea convenible con la masa inmersa en esta barahúnda exacerbada, medidas que hagan del ruido, el estropicio, el color y la música de todos los pentagramas, una solución más llevadera y menos agresiva. Sobre todo, aquella que emana de parlantes y artefactos electrónicos estrepitosos, que deberían eliminarse del área pública. Pero probar educar es la forma más acertada de obtener resultados.
¿O no, EPA?

*Poeta.

elversionista@yahoo.es
 

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