En contra de jueces y fiscales oímos denuestos a menudo. Basta que se condene a un funcionario, a pesar de haberse comprobado que transgredió la ley mientras desempeñó un cargo, para que conozcamos uno. También ocurre cuando se inicia una averiguación tendiente a establecer si un funcionario realizó maniobras para acrecentar su patrimonio a costa del erario o si incurrió en excesos o en descuidos. Es, como lo han corroborado los testimonios de algunos cómplices de los sindicados y condenados, una estrategia que fraguaron quienes actúan o actuaron en la cúpula del Estado para debilitar el efecto de las investigaciones.
Le atribuyen a los jueces querer alterar el sentido de las evidencias que se recaudan durante el juicio, sobre todo cuando la sindicación afecta a un militar de galones o al jefe de un organismo de inteligencia, cuya inocencia, como lo pregonan aquellos que justifican cualquier complot por fuera de la legalidad, debe presumirse cuando combaten a la subversión, otorgándole a esa labor la condición de salvoconducto para desconocer las prohibiciones de la ley o de los tratados que ratificó el Congreso. Ello explica que arguyan que los fallos, así estén ajustados a derecho, equivalen a retaliaciones contra los supuestos héroes de la patria.
Pero la desconfianza sobre la imparcialidad, eficacia y acierto de los jueces no solo surge ante esos eventos, sino también cuando ellos ordenan a un ente público indemnizar a las víctimas de un desafuero o de una impericia de uno de sus agentes. En el déficit fiscal, afirman los economistas, incide la laxitud con que los jueces tasan los perjuicios, la tardanza con que deciden y la negligencia o desconocimiento con que defienden en las causas contra el Estado.
Aunque tienen razón en que los abogados que defienden al Estado no siempre son idóneos y que la demora en resolver encarece las condenas, no ocurre lo mismo con su tasación, ni con la declaratoria de responsabilidad que obliga a imponerlas. No es el capricho del juez lo que prima en ello, sino la aplicación de reglas de experiencia que garantizan el restablecimiento de los derechos que las autoridades, sin el menor reparo, desconocen o violentan a diario.
Esta realidad preocupa al Gobierno. El incremento de los abusos conlleva a la reducción de las inversiones para el progreso. Pero en vez de evitar que ellos proliferen, apuesta sólo por fortalecer la defensa ante los jueces, creando la Agencia de Defensa Judicial del Estado, cuya misión será minimizar la cantidad de reveses en los estrados, para lo cual ella centralizará la información sobre las pretensiones y trazará los lineamientos para afrontar los pleitos.
Sin embargo, contra las arbitrariedades no hay defensa que valga. Los abogados, por sabios que sean, no hacen milagros y los jueces no pueden desconocer lo probado. Aún, por fortuna, la legalidad no ha caído en desuso y la historia tiene varias perspectivas, de modo que la distinción de héroe no recaerá sobre aquellos que dispararon para aniquilar a un indefenso o se apropiaron de partidas que tenían como destino la solución de una necesidad de una comunidad, sino sobre quienes tengan la capacidad de restablecer el orden y la concordia sin desbordar o negar el ordenamiento jurídico.
*Abogado y profesor universitario
noelatierra@hotmail.com
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