La noticia fue resumida de esta manera en la prensa nacional e internacional: “Los ‘barrabravas’ del Cúcuta Deportivo de Colombia burlaron, inexplicablemente, toda la seguridad del estadio General Santander para meter un ataúd aparentemente con el cadáver de un compañero (Cristopher Alexander Sanguino) que fuera líder de la barra, asesinado por sicarios.”
El deporte conocía excentricidades pero ésta es una de las más sorprendentes, tanto o más que la de los “hinchas” de Pablo Escobar que, en una época, iban a cantarle rancheras en su tumba, sobre todo la preferida del “patrón”: “Nadie es eterno en el mundo.”
En uno y otro caso, se trata de una ritualización de la muerte, pero en el de Cúcuta se expresa una de las únicas pasiones que mueven a muchos jóvenes de las barriadas: el deporte. Las “barras”, bravas o mansas, son la identificación que esos muchachos encuentran con un equipo, al que siguen en las malas y en las buenas, por el que lloran de felicidad o tristeza y por el que llegarían incluso a matar.
El potencial afectivo que se expresa en estas barras puede convertirse en potencial de agresividad. Basta una confrontación con el antagonista para que estalle la bomba de tiempo de la irracionalidad. Sin embargo, no es este el caso de los hinchas del Cúcuta y el muchacho llevado en ataúd al estadio. Lo que sella este acto es una muestra extrema de amistad, la satisfacción de un último deseo, pues se supone que Alexander Sanguino hubiera preferido ver ese último partido y celebrar el triunfo de su equipo.
Amistad y lealtad. Eso veo en el gesto de los amigos y en el consentimiento de la madre. Eso era “lo que le hubiera gustado” al pelado, es la respuesta que se dieron muchos cuando conocieron la insólita noticia. Nada de macabro en ese acto: el estadio como sala de velación, así lo entiendo ahora.
Las tribus urbanas, las barras que se forman alrededor de un equipo que juega en algún deporte de masas, constituyen una nueva forma de asociación solidaria entre los miembros, por lo general jóvenes. Hay que admirar a alguien, hay que darle algún sentido a la vida, hay que gozar o sufrir con triunfos o derrotas. La naturaleza humana necesita de esos estimulantes, pues no se puede vivir sin una pasión, cualquiera que sea.
La competición deportiva es una expresión subliminal de la guerra. La reproduce o la neutraliza. Si la pasión es grande, el rival será convertido fácilmente en un enemigo, será agredido si se pasa de la raya, es decir, si se vuelve faltón y no respeta el honor del oponente. Por eso, en los estadios, nunca hay barras “enemigas” en territorios cercanos. Hay que separarlos.
Si no existieran estas fanaticadas, ¿por dónde se canalizaría el potencial afectivo de estos jóvenes? En una sociedad en la que cada día hay menos hechos admirables, El Equipo suple esas carencias. El joven es un animal que necesita admirar algo, que necesita llevar la admiración hacia el respeto. Por eso, el cadáver de ese muchacho fue llevado al “santuario” donde oficia el objeto de su admiración: el estadio.
*Escritor
salypicante@gmail.com
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