Las inundaciones del pasado martes convirtieron a Cartagena en una ciudad lacustre. De las barriadas pobres a los barrios de estratos altos, el aguacero de siete horas desafió la fragilidad de una ciudad que parece haber crecido, no para remediar los pequeños males de su pasado, sino para no poder resolver los problemas crecientes de su futuro. Hace diez años, cuando llegué a Cartagena, me sorprendió ver calles inundadas en media hora de lluvia. Le pregunté a un taxista si esto era lo corriente. “Esto no es nada, docto -me dijo-. Aquí se mea un burro y hay que llamar a los bomberos.” No conozco las políticas de planeación urbana de las anteriores administraciones ni las medidas que tomaron para prevenir el impacto catastrófico de fenómenos naturales como la lluvia o el crecimiento de las mareas. Creo que no hace falta: el aumento alarmante de los desastres que ambos fenómenos provocan, es una muestra de que no se ha hecho nada o lo que se ha hecho no sirve. El martes, las inundaciones tocaron el corazón industrial de la ciudad. Los empresarios sufrieron en mojada e inundaciones propias lo que con mayor fuerza sufren los habitantes de barrios adonde no llega casi nunca el efecto benéfico de esas empresas. Uno creería que el crecimiento razonable de una ciudad acarrea el crecimiento de las medidas que la protegen contra eventuales desórdenes de la naturaleza. Sobre todo una ciudad en la que sus empresarios cantan con embriaguez espiritual la ranchera de la “vocación turística.” Se les hace agua la boca con las palabras “turista” o “turística”, pero, a la hora de la verdad, nada han hecho para que la calidad de vida sea directamente proporcional a la calidad de los negocios…;turísticos. Si Cartagena sigue dejando al azar la responsabilidad de evitar situaciones catastróficas y colapsos como los de estos días, sólo faltaría promover una nueva industria: no el transporte acuático sino el transporte anfibio como ruta alimentadora de Transcaribe. Celebro que se hagan campañas para promover la solidaridad colectiva y que los miles de damnificados de las inundaciones, deslizamientos y destrucciones de sus viviendas sepan que no están solos. Pero esto no remedia el problema de fondo: la ciudad ha crecido para que la población más vulnerable sea la que sufra trágicamente el impacto de los desórdenes naturales. Las tragedias se anuncian pero no se evitan. Sólo si se tratara de fuerzas sobrenaturales (no faltará quién las anuncie), se podría decir que son inevitables. Pero, esencialmente, este es un problema de infraestructura: por dónde entran y salen las aguas lluvias, con qué métodos se cierra el impacto invasivo de las mareas, dónde se construye o se impide que se construya. El dinero que se invertiría en soluciones prácticas que vuelvan menos vulnerable la infraestructura urbana, se debe gastar en remediar mediocremente los males que causa esa infraestructura. Este parecería ser el destinito fatal de la ciudad: gastar más en la curación mediocre de las enfermedades que en la prevención de las mismas. Por este camino vamos seguros hacia una sociedad de damnificados. *Escritor salypicante@gmail.com
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