Columna


Días así

ROBERTO BURGOS CANTOR

29 de octubre de 2011 12:00 AM

ROBERTO BURGOS CANTOR

29 de octubre de 2011 12:00 AM

Tal vez el espíritu que diferencia una época de otra sea imperceptible. Como algunas reiteraciones del ánimo que aparecen de vez en vez y se esfuman de la misma manera que una picada en el estómago o un segundo de vértigo.
En el tiempo de hoy, ¿qué será el hoy?, parecen de mayor inclemencia las desolaciones. Las telegrafías del alma que son los poemas y las narraciones aumentan ese estado, o sentir de lo desconocido. Lo obligan a uno a permanecer en la inmersión del vacío, en la penumbra atónita de la que no surgen manos, ni canciones.
Si se indagara a la desolación podrían encontrarse huellas endebles de una fuga sin explicación. Como si los soles que ponen tibieza en el horizonte inalcanzable de la esperanza se apagaran de repente. De la manera en que la noche se muestra en las ciudades cuando se estropea la planta de energía y nadie puede jugar a las sombras. Parece que no es fácil conocer las debilidades propias. Y no hay a quien llamar. Las compañías de la confianza y las rutinas poco observan de esa forma del despojo que es la desolación. Quedar sin anclas. Volar en un aire sin corrientes. No ver las orillas.
Son los días y las horas en que se busca con deseo silencioso un refugio humano. Un abrazo desconocido capaz de fundar otra estación. O se camina por la playa sin propósito entre el golpeteo de las olas y el aleteo pesado de los alcatraces.
No es frecuente hallar esas zonas de refugio cuya característica es lo instantáneo y la aventura común por los alrededores sin explorar al otro. El rescoldo de la sospecha ha agrietado los puentes posibles entre los seres. Robos, secuestros, narcotizados, muertes. Así muchas posibilidades de conversación sin identidad distinta a la que aparece en el instante, se han perdido. Con ellas, también, el goce de una sonrisa sin intención. Compartir un café a veces sin palabras. Parece entonces que la desolación propone un estar desde lo desconocido y su gracia está en mantenerlo, en preservar durante su brevedad estricta esa condición natural. Dos desconocidos, que comparten una cercanía propiciada por el destello de la desolación de uno, pueden hablar de cuanto excluye a la autobiografía. Construir identidades al antojo caprichoso. Aprovechar para probar ser alguien distinto a la persistente personalidad propia. Desconocerse un día y empezar o terminar. Asediarse a sí mismo y a lo mejor tropezar con algo oculto.
Se puede imaginar una manera de invitarse a cine: cada quien va a una película distinta, en salas alejadas. O un intento de hablar: “¿Qué haces?” “Estoy en la tarde”.
“¿Cómo te llamas?” “Hoy no tengo nombre”.
“¿Puedo ponerte uno?” “¿Por qué no?”
“¿Y yo a ti?” “Si”.
A fuerza de negar lo que se cree conocer, de romper el espejo que repite, los desolados resisten la sensación que los niega y los arroja a una nada sin señales. Este intermedio les dará fuerzas al volver a las rutinas y potenciar su ejercicio hasta transformarlas. Entonces escuchar boleros en el joven amanecer mientras se agota un escocés de buena ley y ocurren las renovaciones de la amistad y acuden los recuerdos ajenos, hacen probable, otra vez, el mundo.

*Escritor

rburgosc@postofficecowboys.com

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