Columna


Dos Rosas mueren todos los días

ORLANDO JOSÉ OLIVEROS ACOSTA

06 de junio de 2012 12:00 AM

ORLANDO JOSÉ OLIVEROS ACOSTA

06 de junio de 2012 12:00 AM

Quizás ustedes aún no han regresado del trabajo y escuchan a su hija gritando de espanto en su cuarto porque la violaron. Es probable que no hayamos tenido la desgracia de saber por qué mamá no volvió en la noche, por qué se perdió en el tiempo y en las horas y la hallamos semanas después, dormida en el monte. Pero a cada rato aumenta la estadística, y los números en Colombia están malditos, caen sobre las familias como abstracciones tormentosas y dan, sin mejora, el mismo resultado de todos los años: dos mujeres son asesinadas cada día por ser mujeres.
Me pregunto qué es lo que hace que un hombre sienta que puede pegarle a una mujer, cuál sería tal móvil que se ha perpetuado a lo largo de la historia como una absurda constante de la división entre los sexos. ¿Acaso nos sentimos más fuertes haciéndolo? ¿Nos da autoridad? ¿Nos pone por encima en la escala de poder? No conozco mayor debilidad que la de recurrir a la violencia para hacer saber a los demás nuestra palabra y nuestras objeciones, cuando una convicción necesita agredir para imponerse demuestra su falta de sentido y su flaqueza intelectual. Este país está ya harto de todo eso, de gente sin diálogo y sin sentido común entre lo bueno y lo malo. El mundo arrastra una rareza moral: la paradoja más grande de la humanidad entera es que sigan existiendo personas sin humanidad. Un ser humano que sea capaz de tener una erección en mitad de un grito desgarrador venido desde el fondo de la vagina descalabrada, tiene una conciencia que ciertamente ya no hace parte de este mundo.
Es extraño, que continúen pariéndonos y crezcamos sólo para lastimarlas y verlas tal cual como no son: en la calle no cruza una mujer, cruza una falda levantada por la brisa; en la piscina no nada una risa, nadan las tetas; en una esquina del barrio calzando sobre dos tacones rojos no posa un problema social, posa un producto; en la cama no está acostada tu esposa de hace veinte años, está acostada su sombra.  
Allá en tu ciudad o en la mía, en lo oscuro de un parque asediado de gatos negros y de botellas vacías se encuentra una mujer sin ropa, violada, agonizando todavía, con el útero sangrando como la carpa destrozada de un circo. Allá en tu casa o en la mía, alguien llega borracho a la sala y le pega a tu madre, alguien mina la alcoba de groserías y deja un párpado morado con el puño florecido de violentas orquídeas. Y no importa si al final no sucedió en tu casa o en la mía, siempre hay un vecino que está dispuesto a erguir sus nudillos como una bandera de guerra contra el país de inocencia y maquillaje de una esposa triste, porque si Colombia no intenta cambiar lo que es ahora siempre habrá un espejo donde quede grabado el desconsolado rastro de la pestañina corriéndose del ojo por el efecto de una lágrima.

*Estudiante de literatura de la Universidad de Cartagena

orolaco@hotmail.com

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