Columna


Tal parece que ninguna de las esquinas de la Región Caribe colombiana es digna de llamarse esquina si no está coronada por la tienda de un cachaco.Sin duda alguna, el cachaco de la tienda se ha convertido en el gran personaje. El personaje permanente de los barrios populares del Caribe colombiano. Ya casi podría decirse que ningún barrio es barrio si le falta la tiendona del cachaco.
Y no se trata de los modestos tumbacucharas que en otras épocas abrían los costeños con ciertas inclinaciones hacia el mundo comercial. La tienda del cachaco se volvió una mini central de abastos con tres y cuatro puertas metálicas enrollables, que inauguran el día con su ruido similar al de un desastre.
La tienda del cachaco ahora está ocupando las dos caras de la esquina, y en ella se encuentran desde una aguja hasta los enseres de la cocina y la sala. Ya casi no es necesario trasladarse hasta la plaza de mercado para surtir la despensa en cada quincena. El cachaco evita con creces esas diligencias.
Es el amo de la oferta y la demanda. Unos años atrás se le veía desafiando la canícula con su carretilla de artículos de variada especie; a veces en moto o en el carro campero que compraba cuando estimaba que el progreso le estaba respirando en la nuca.
Ahora renunció a todo eso. Lo suyo es comprar esquinas, montar estantes de madera y de vidrio, instalar neveras exhibidoras de doble puerta, congeladores, heladeras, estantes de metal y vidrio. Lo suyo es romper el aire de las 5 de la mañana con el ruido de las cortinas metálicas, y despedir la noche con la misma vehemencia de las primeras horas.
Los fines de semana, la tienda del cachaco no deja de ser el mismo hervidero de los días laborales, sólo que cuando va cayendo la tarde sus vecinos suelen desocuparle el congelador donde guarda las cervezas, pero también le piden que levante el volumen del minicomponente discreto, que dispara vallenatos de día y canciones de despecho en la noche.
La tienda del cachaco parece no tener preferencias: lo mismo puede encontrarse en los barrios medio acomodados, en donde el imperio del pavimento finge ser el símbolo del progreso; o entre las calles encharcadas de una comunidad paupérrima, pero siempre haciéndose reconocer a leguas como la tienda del cachaco.
Y esto último no es una falacia: ya casi no hay necesidad de preguntar quién es el dueño de la tienda de la esquina, de aquel bodegón en donde reinan las enormes neveras y los largos estantes de madera, porque la respuesta es previsible: un cachaco.
Un cachaco que no sólo será una presencia comercial en la esquina, sino también una cotidianidad sin descanso en las ebulliciones del mediodía. De ese modo estará presente hasta en las historias del cuentachistes callejero o televisado.
Anteriormente se le saludaba como “paisano”, “paisa” o “país”; y él usaba esas mismas palabras para devolver la venia. Pero se le saluda ahora de esa forma, y él responde a grandes velocidades, “qué hubo, parce; o parcero”.
Con esa misma parsimonia o presteza, según el caso, la tienda del cachaco es rigurosa en el manejo de sus cuentas, lo que no le impide ser a la vez, generosa con las amas de casa que abren extensos vales hasta una próxima quincena, en la que de pronto ni pagarán completo. Para eso está la tienda del cachaco, para sacarle el pie del barro a los vecinos.

Ralvarez@eluniversal.com.co

 

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