Columna


El de Santos Lugares

ROBERTO BURGOS CANTOR

07 de mayo de 2011 12:00 AM

ROBERTO BURGOS CANTOR

07 de mayo de 2011 12:00 AM

Recupero la tarde en la cual el tren y su golpeteo de hierros salió de la estación San Martín, en Buenos Aires y me llevó a la parada Santos Lugares.

Había empezado la primavera austral y la luz dejaba ver la flotación de cortezas y medusas vegetales. El aire era un escenario sin límites de hadas bailarinas en hilos invisibles.
La barriada de calles solas, con árboles y casas semejantes de una y dos plantas era el lugar en el cual por años residía Ernesto Sábato.
Una correspondencia que ahora excluía las pastorales de elaboración literaria, y una estadía de Sábato en Bogotá y en Manizales donde presidió el Festival de teatro latinoamericano, habían tejido una comunicación que ya incluía los detalles que en su nimiedad acercan a los seres.
Esos años el esplendor de la urbe de leyenda con sus librerías abiertas hasta la alta noche, sus tangueros y milongas, su cine tan distinto al mexicano, sus monstruos de la literatura caminando por Florida, sus restaurantes de comida abundante y barata, sus vinos de Mendoza, su antiguo subte, sus ancianos longevos, y sus futbolistas admirados, todo, se cubría de un vacío triste en el que apenas se distinguía el temor, las noches atravesadas por las sirenas de ulular siniestro, gritos anónimos y una interrupción violenta de la vida.
Matilde, la esposa de Sábato debió salir y nos dejó con la tetera en el hornillo. Se inició la puesta al día, desordenada, esa exploración de alrededores que parece inevitable cuando pasan los años y los amigos se saben pero no se cuentan.
A pesar del humor negro, de las travesuras de su ironía, don Ernesto fue un hombre atormentado. En los momentos que estuvo en Colombia, durante su primer viaje, lo atormentaban los ciegos. El extenso expediente que atraviesa su novela Sobre héroes y tumbas parecía escapar de la literatura y cobrarle el acercamiento a revelaciones del túnel de los ciegos. Sábato perdía la vista. Una curiosa simetría ponía una dificultad común en dos grandes escritores argentinos.
Esta vez nos detuvimos en el descanso del segundo piso, junto a la ventana de cristales, sentados en mecedoras de espaldar largo, con sus manos nerviosas y una vez cumplió el rito de la bienvenida y se enteró de los amigos, Eligio García Márquez de primero, preguntó con delicadeza por los originales de Lo Amador que yo había echado en la bolsa de viaje para darle la mirada de cierre con José Viñals, concluida esta gentileza, vi la sombra en su rostro. 
Entre médicos y brujos macumberos del Brasil había salvado su visión del mal de ojos de los ciegos. Su tormento de ahora surgía de la realidad diaria.
Fuimos a otro nivel de la casa. Un ámbito blanco cerca de la sombra de la araucaria que tanto amó. Allí estaban los cuadros que se empecinó en pintar. Rostros. Sobre su mesa miles de cartas de familiares, amigos de desparecidos por la dictadura militar. Pensé que sería su próxima novela. Hay dolores sin exorcismo.
Cerca de su descripción de Borges le digo: angustiado, indagador de abismos, solitario, pensador, emotivo, pícaro, solidario, tierno, depresivo, vehemente, travieso, a Usted Sábato lo seguimos leyendo como una conciencia de su tiempo.

*Escritor

rburgosc@etb.net.co
 

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