Columna


El derecho a la legítima defensa

JOSÉ FÉLIX LAFAURIE RIVERA

08 de enero de 2012 12:00 AM

JOSÉ FÉLIX LAFAURIE RIVERA

08 de enero de 2012 12:00 AM

Hablar de “desarmar a la sociedad” en un país como Colombia, con un conflicto armado que lleva décadas e incluye la connivencia entre grupos criminales, terroristas y narcotraficantes, no puede tratarse con ligereza. No serán los hampones ni los sicarios los que hagan caso a las normas, sino los ciudadanos que las adquirieron legalmente para protegerse.
La intención del alcalde Petro o del proyecto de ley que el Gobierno piensa llevar al Legislativo aparece como viable, pero deja a los criminales armados y los ciudadanos expósitos. Las solas estadísticas no les dan la razón. De 1.800.000 armas adquiridas legalmente, 700 mil perdieron sus permisos. Entre tanto, más de 7 millones pululan ilegalmente y con ellas se cometen la mayoría de los crímenes. 
La situación tiene un agravante: las armas se consiguen a precio de huevo en un mercado negro que se alimenta del narcotráfico y el contrabando, operados por mafias trasnacionales que nadie puede contener, y compradores anónimos difíciles de identificar. El propio Navarro Wolf admitió que en Bogotá hay oficinas de alquiler de armas para delincuentes. Ahí está el problema y no en las armas con salvoconducto. 
¿Por qué un ciudadano debe renunciar al derecho a la legítima defensa, que tiene larga tradición y sustento legal? Está de por medio la seguridad como bien público y la capacidad del Estado para garantizarla a través del monopolio de las armas. Debe ser cauto el Gobierno y, en especial, las Fuerzas Armadas, para no caer en compromisos que después no puedan honrar. La intervención de la Fuerza Pública ha dado frutos extraordinarios para controlar la criminalidad, pero también es bueno aceptar que no basta para que el ciudadano del común no sienta temor.
Los resultados de las campañas de desarme en Bogotá, Cali o Medellín han sido marginales, no sólo por el número de armas entregadas voluntariamente, sino por el descenso real de la criminalidad. El flagelo está correlacionado con el número de grupos delincuenciales o milicias terroristas que operan, asociadas con el microtráfico en las ciudades y el narcotráfico en las fronteras.
Algunos estudios demuestran que las armas en poder de particulares pueden disuadir a los criminales, con lo cual la violencia es mucho mayor donde están prohibidas que donde están permitidas. Pero si se trata de controlar el número de armas en manos de particulares, lo deseable sería que la Fuerza Pública fuera la encargada de continuar entregando los avales y la competente para establecer si habilita o no su porte bajo determinadas circunstancias. Entre otras razones, porque ella tiene la obligación Constitucional de garantizar la seguridad en el territorio y, en consecuencia, puede de manera excepcional permitirlas a aquellos ciudadanos que den garantías de buen uso.
Prohibir o restringir a rajatabla, sólo incrementaría la vulnerabilidad de algunos ciudadanos y la probabilidad de éxito para los criminales. Para evitarlo necesitaríamos incrementar exponencialmente el pie de fuerza para cubrir las necesidades de protección. ¿Podemos hacerlo? Ya se oyen voces que consideran inapropiado el alto gasto en seguridad, con problemas sociales sin resolver. ¿Será que países con democracias consolidadas como Estados Unidos, con regímenes de control de criminalidad policivos, se equivocan al permitir a sus ciudadanos estar armados para garantizar su propia seguridad y la del mismo Estado?

*Presidente Ejecutivo de FEDEGÁN

jflafaurie@yahoo.com

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