Columna


El diablo detrás de su manta

ORLANDO JOSÉ OLIVEROS ACOSTA

20 de junio de 2012 12:00 AM

ORLANDO JOSÉ OLIVEROS ACOSTA

20 de junio de 2012 12:00 AM

En El Difícil, Magdalena, cuando se celebraban las fiestas del Santo Cristo, el pueblo entero surgía de sus casas pintadas con propagandas políticas y se iba hacia una plaza de toros improvisada que se alzaba sobre la tierra como un espejismo de madera que apenas si podía mantenerse en pie a punta de creer que estaba ahí. Los “toreros” saltaban a la arena y lidiaban al toro con paraguas gastados y mantas sostenidas por palos de escoba. Era observar un sueño que de repente escapa de la cabeza y se expande en la tierra al compás de nuestros propios porros de corralejas. Afuera las calles solitarias, el silencio de los arroyos, la brisa de septiembre meciendo los totumos como gajos de calaveras. Si alguien en ese momento hubiera mirado hacia arriba hubiese visto el rastro explosivo de los voladores en el cielo.
Ese es un recuerdo imborrable que tengo. Pero también es uno que no quiero que se repita. Recuerdo que después de ir a las corralejas la misma gente que se reía cuando un mantero era empitonado por el toro, hacía la procesión del Santo Cristo por toda la avenida y la estatua crucificada sobre sus hombros no les evocaba nada, y por las noches asediadas del olor a pólvora ninguno tenía pesadillas con lomos florecidos de banderillas sangrientas.
La tauromaquia no es cultura, es más bien una mala costumbre. Mario Vargas Llosa dijo alguna vez en un artículo de prensa que “para muchas, muchísimas personas, la fiesta de los toros es algo más complejo y sutil que un deporte, un espectáculo que tiene algo de danza y de pintura, de teatro y poesía, en el que la valentía, la destreza, la intuición, la gracia, la elegancia y la cercanía de la muerte se combinan para representar la condición humana”.
Y no se equivoca. Somos eso, un vulgar espectáculo de la historia, la muerte nos ronda de a poco, y quizá nos llegue de frente y nos dé solo un instante para ver el telón rojo con el que termina nuestra miserable obra de teatro. Pero el escritor peruano no pensó nunca que las artes inventan su propio mundo, hacen una ficción aparte donde cualquier personaje puede sufrir lo que el lenguaje desee y, ahí sí, representar la condición humana. Los toros mueren de verdad, no fueron escritos en un verso ni pintados en el óleo gastado de los artistas sin plata. Sería insensible y poco intelectual defender una tradición que despierta el júbilo a costa de la tortura infligida a un animal.
El alcalde de Cartagena parece que no lo entiende, y ha decidido que vuelvan las fiestas taurinas en enero, aprobando un presupuesto de 570 millones de pesos para la plaza de toros, dinero que se pudo haber destinado a la verdadera educación de los ciudadanos y no para un grosero entretenimiento que no resuelve los problemas de violencia de la ciudad.   
La respuesta más contundente a la pregunta de si nos humanizamos o no a medida que transcurre el tiempo la suele responder un público exasperado que ve volar una oreja por los aires como una chancleta incendiada de espanto.

*Estudiante de literatura de la Universidad de Cartagena

orolaco@hotmail.com

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