Columna


El discreto encanto de la burguesía

ORLANDO JOSÉ OLIVEROS ACOSTA

18 de julio de 2012 12:00 AM

ORLANDO JOSÉ OLIVEROS ACOSTA

18 de julio de 2012 12:00 AM

De este lado estoy yo, desbaratado, con un tufo de cerveza de tienda y los ojos brillantes como dos confites babeados, han quedado tras de mí el barrio, el almendro y los gatos, la mujer que raspaba calderos quemados con una lanceta de orquídeas, el resorte y el teclado de un acordeón infinita. Al otro lado ya no hay nadie pero estabas tú, el nochero, la cama y la ropa regada como charcos de tela. De pronto recuerdo la página de sucesos del domingo y vuelvo a leer lo que será noticia hasta que llegue otro muerto: que el Sayayín no regresará vivo a Cartagena.
En ocasiones me parece que la muerte de un artista de otra época apenas sirve para traerle cinco días de fama. Estoy seguro de que así ocurrirá en esta ciudad que todo lo olvida como si tuviera astillado el mecanismo de la memoria. Y cuando eso ocurra, la champeta volverá a quedar jodida, quebrada por tanto prejuicio.
Cada vez que escucho canciones como “Paola”, “La nube voladora”, el inolvidable “Pato Donald”, “Los caballeros del Zodíaco” o “Los trapitos al agua” recuerdo que Cartagena pudo tener su propio género musical, de elevar la categoría de su historia a algo más que dos barrios llenos de casas coloniales. Pudimos hacer algo nuestro a partir de los fundamentos culturales de las mayorías, es decir, de la gente que vive en los barrios populares, la que aún sigue minando el cielo de voladores cuando llegan sin falta las fiestas de la Virgen del Carmen. Pero aquellos tiempos fueron años invisibles desmigajados por las fases de la luna, otra vez nos dio vergüenza lo que somos y echamos hacia un lado nuestra identidad, por pena, por miedo a ser señalados como parte de los pobres, por ingenuos, por compartir el criterio conservador de las buenas costumbres de otras regiones, y como consecuencia no tenemos nada, ni un solo acto de corronchería para ejecutar con orgullo.
Si no nos damos cuenta de lo que poseemos estamos destinados a terminar con la cabeza saturada de hábitos ajenos, de rebuscar estrategias extranjeras para llevar a cabo nuestro modo de vida, y hemos olvidado que más allá de nuestras miserables siluetas hay un contenido cultural que pide que lo restreguemos en estas calles sin pavimento, en estos vecindarios de escombros y mesas de fritos, en este aire saturado por la onda expansiva de los bailes de picós. No podemos negar lo que nos constituye, lo que siglos de mestizaje han hecho con la materia de nuestra rutina, somos ruido y desorden, una mezcla de cerveza Águila con bolis del Chavo, un extraño olor de tierra mojada y suéteres manchados con mango, gente afanada por las desgracias del país que describe con chiste la eterna jodedera de su pobreza.
Algunas personas desacreditan a la champeta porque es un ritmo obsceno y de mala educación. Pero la champeta no es para vulgares ni malpensados sexuales, sólo hemos aprendido a hacer el amor en una coreografía, donde a veces, con suerte, se puede hacer el paso de la camita sin buscar un cuarto que nos reemplace.  

*Estudiante de literatura de la Universidad de Cartagena

orolaco@hotmail.com

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