Columna


Resurgió el malestar ciudadano por el cobro de la contribución de valorización para atender obras de beneficio general. Era de esperarse. Los aplazamientos del cobro, cualquiera que sea el pretexto a que se acuda para justificarlos, son vano intento de ignorar las causas reales de lo que acontece y hacen aflorar la inexistencia de un verdadero diálogo entre la autoridad y los ciudadanos.
Cierto que existe una atávica rebeldía al pago de cualquier impuesto y también verdadero que otros se resisten al tributo impelidos por la incapacidad de sus magros ingresos para atender nuevas cargas. Mas en el común decir tanto de éstos como de quienes gozan de alguna holgura económica se palpa la desconfianza en la seriedad con que las autoridades locales administran la hacienda pública. Se da por descontado que los dineros recaudados por el sistema de valorización –al igual que los restantes rubros del presupuesto- alimentarán en buena medida el torrente de la corrupción y que la administración carece de planeación razonable para ejecutar con prontitud, economía y eficiencia las obras prospectadas.
Las chambonadas en obras públicas son de ocurrencia cotidiana. Transcaribe es un diario ejemplo. Y el contribuyente palpa que esos errores de diseño o de ejecución o la demora exagerada de las obras se acumulan en las espaldas de los ciudadanos, pues jamás se sabe de sanciones efectivas a los responsables de los desaciertos, de las malas realizaciones o de las tardanzas. Sólo saben los vapuleados ciudadanos que el tiempo que una máquina o unos trozos de hierro permanecen como ociosos estorbos en una vía pública es un flujo de dineros en su contra.
Es el descrédito de la administración pública y de los agentes políticos el elemento desestimulante. ¿Cómo pretender que confíen las gentes en el celoso y honrado manejo de sus dineros cuando saben que van a ser entregados a personas cuya vida suele ser un peregrinaje por distintos cargos de la administración pública, dejando siempre una estela de frustraciones o de peculados?
Es evidente que esa generalización envuelve injusticias pues existen también funcionarios puros, diligentes y preparados. Sólo que su número y eficiencia es opacada, si no borrada, por los peculadores, impreparados o irresponsables. Y claro, en la conciencia del ciudadano refractario a todo tributo prevalece la imagen del desgreño, la incorrección y la incompetencia de la función pública.
Por eso, aunque las gentes saben de la necesidad y conveniencia de las obras prospectadas y de sus beneficios, ni creen que se ejecuten bien ni con honestidad. De allí que resulte inobjetable el planteamiento que se suele escuchar: si se acabaran los robos al erario sería innecesario el cobro de valorización.
Ese es el escollo principal que a un buen administrador no es dable ignorar. Por eso, la tarea principal desde ya es recuperar la fe ciudadana con actuar honesto, diligente y de veras transparente. La publicidad elogiosa de los gobernantes, pagada con recursos de los pobres, y las engañosas presentaciones de éxitos y sobredimensionamiento de logros no crean confianza ciudadana, sino que impiden su construcción. En esta materia sí que son indispensables los hechos y resultan inútiles las palabras y las propagandas.

*Abogado – Docente de la Universidad del Sinú – Cartagena

hhernandez@costa.net.co

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