Columna


El recién desaparecido escritor cordobés David Sánchez Juliao es un recuerdo que tengo de finales de los años 70, sobre todo en las zonas populares de Cartagena, en donde los grandes picós de aquellas épocas programaban a “El Flecha” y “El Pachanga”, como si fueran los chistes de Mingo Martínez o de Montecristo.
De hecho, para muchos cartageneros y caribeños de entonces, Sánchez Juliao no era uno de los escritores más cultos que había parido el Caribe colombiano y que daría mucho de qué hablar en los años subsiguientes, sino un cómico al que había que oír los domingos, a todo volumen, en una esquina y con una cerveza en la mano.
Él mismo lo predijo unos años antes, mediante una entrevista que publicó el extinto Magazín Dominical, del diario El Espectador: “…;quiero escribir una novela sonora que la gente pueda disfrutar acostada en una hamaca o parada en una esquina, una tarde de sábado o una mañana de domingo”.
Y fue eso lo que sucedió exactamente: la gente cargaba en los bolsillos los casettes de Sánchez Juliao para programarlos en la parranda de turno, mientras los choferes de buses urbanos hacían lo propio con sus pasacintas, que eran el último grito de la tecnología sonora. Para otros, que odiaban la narración por su lenguaje procaz, Sánchez Juliao era algo así como la versión hablada de la “Ópera del mondongo”, de José María Peñaranda. Aún así, hasta algunas emisoras se atrevían a programarlo.
Recuerdo a un comerciante avivato del Paseo Bolívar, en Barranquilla, quien vendía casettes de cuentachistes de baja estofa haciéndolos pasar por “El Pachanga” o “El Flecha”.
Pero, guardando las proporciones, creo que la percepción que la gente del común tenía en esa época sobre la obra de Sánchez Juliao es un poco comparable con la que se expresaba del poeta cartagenero Luis Carlos López, a quien también ubicaban como a un cómico que utilizaba la palabra para burlarse hasta de sí mismo.
Incluso, confieso que por las opiniones que escuchaba de mis mayores duré varios años creyendo que, en efecto, López era un cómico. Pero en realidad, él y Sánchez Juliao distaban mucho del discernimiento callejero, pues en medio del humorismo inteligente que practicaban, palpitaban unos mensajes de angustia y desesperanza que sólo vivían sus personajes respecto al entorno y a la época que les tocó habitar en suerte.
En “Fosforito” y “Abraham All Humor” también se reflejaron esas lamentaciones que los pasajes humorísticos trataban de atenuar con relativa fortuna. Y pronto supe, gracias a los suplementos culturales de El Espectador, que la propuesta narrativa de Sánchez Juliao era conocida como “literatura-casette”.
Javier Durango, “El Flecha”; y José de Jesús Negrete, “El Pachanga”, junto con los personajes que los rodeaban, eran también los certeros representantes de muchos boxeadores frustrados y de cientos de apóstoles del rebusque, quienes añoraban las fortunas pasadas y se desilusionaban con aficiones que en la adolescencia confundieron con tablas de salvación.
Esos mismos pugilistas de la desgracia, seguramente veían en Doña Tulia a todas las peleoneras de sus respectivos barrios; y en el barrio Kennedy, a todos los sectores populares, en donde la agresión verbal y física suele ser otra especie de idioma con el que se intenta decirle al mundo: ¡estoy harto de ser el perdedor!

ralvarez@eluniversal.com.co
 

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