Columna


El magistrado discreto (1)

ROBERTO BURGOS CANTOR

25 de junio de 2011 12:00 AM

ROBERTO BURGOS CANTOR

25 de junio de 2011 12:00 AM

Nunca olvido que a los amigos de mi padre los conocí por la obstinada generosidad de mi madre. Ella me conocía más de lo poco que yo alcanzaba a percibir de mí. Sentía mis aflicciones y me regalaba una sonrisa pícara en los aleteos de la felicidad. Nunca me reprendió y sus regaños eran más una desolación con ella misma, como si buscara qué olvidó enseñarme. Por ella traté a Jorge Zalamea. Su gentileza se acrecentó cuando Constancia Cantor puso en su equipaje una encomienda de salvación y arraigo. Las de las familias para vivificar el vínculo con los hijos que se alejaban. Y también a Fabio Morón. Por ese entonces era un futuro liberal del hermano del Tuerto López y un profesor de la Universidad de Cartagena. Sus ideas, cercanas a las desesperadas llamadas a los técnicos de Lleras Restrepo, quien se desesperaba con los revueltos de gobernar, cazar patos y abrigar las noches frías del páramo con las niñas de la vida y los espejos.
A la Bogotá sigilosa del final de los sesenta viajaba Morón por asuntos académicos y el empeño de la aventura de El Universal. Convenció a Eduardo Santos de que le vendiera la vieja rotativa de El Tiempo para remplazar las máquinas de Clemente Manuel Zabala y su enseñanza de letras a Rojas Herazo, Zapata Olivella y García Márquez. Un sector de la Cartagena de entonces soñó con que él y Angulo Bossa representaran al liberalismo en el Congreso. No tuvo ese destino. Acompañé a mi padre en uno de los ciclos de intolerancia a visitar a Turbay Ayala. En el Caribe esto se llama un mandado. Como los que iban a la tienda a comprar la carne, el pan y recibían una propina. El pedido era simple: Morón obtuvo votos que no le alcanzaron para el Senado. Esos votos liberales representaban una opinión y merecían respeto. Borges había advertido el abuso de la estadística que es la democracia.
Frente al corbatín, los lentes gruesos, y el rostro sin emociones, oí a mi padre contarle que en la gira por Magangué, uno de los sirio libaneses le había solicitado a Fabio Morón una plata para comprar un Land Rover, útil en la campaña. Con el talante llerista, Morón se escandalizó y con un discurso indignado selló el resultado.
Años después el candidato López Michelsen, abrigado en su gabardina, salido de una cirugía delicada, pálido y más tembloroso, impaciente por la demora de una manifestación de cierre, del Planetario a la plaza de Bolívar de la capital, oyó al hombre que debía transportarlo pedir el pago de su Land Rover. Un empresario de Barranquilla sacó su chequera y le tiró los pesos para el campero que quedaría recalentado en la carrera séptima después de llevar al jefe. Así la vida.
Cuando mi generación padeció la soledad del fracaso de la ilusión, en conversaciones con el poeta José Viñals, me aferré al salvavidas de la amistad. Estuvieron los maestros, José Alejandro Bonivento, Pedro Lafont, Víctor Manuel Moncayo. Nos reuníamos y estaba Fabio Morón. Lo torturamos con el ruego de que escribiera sobre los antecedentes de la Constitución de 1991.

*Escritor

rburgosc@postofficecowboys.com

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