Columna


El parque del cangrejo

ORLANDO JOSÉ OLIVEROS ACOSTA

26 de enero de 2011 12:00 AM

ORLANDO JOSÉ OLIVEROS ACOSTA

26 de enero de 2011 12:00 AM

Fue en junio durante la celebración del Corpus Christi que los cangrejos salían de sus hoyos en la arena para hacer la procesión,  por todas partes se veían en filas, de lado, cruzando las calles y los carros los desmembraban como aplastando algún mecato de pulpería. Desde Puerto Rey y el Anillo Vial las hileras de crustáceos retaban a los fundamentos de las distancias y el principio lógico de avanzar de frente. Podía esperarse, sesenta días después del domingo de Resurrección, un arroz de cangrejo en mi casa, donde el mito de la virilidad lo tenían las hembras con sus enormes hueveras llenas de grasa.
Cuando todos los cangrejos se fueron en su desfile de pinzas odontológicas y pensamos en devorar a las jaibas, nos quedó uno, y descansó en un parque con árboles de caucho para presenciar por las mañanas a los trotamundos de la playa que estiraban sus músculos en las bancas de piedra y al niño de Daniel Lemaitre que podía acariciar a un Bull Terrier de Crespo. Imaginamos que ya se iba, sin embargo, nunca se fue, y siguió quedándose para mojarse con las aguas grises que bajaban de las motos mientras los uniformados de la policía las enjuagaban. En el momento en que el invierno puso sus redadas náuticas por debajo de las puertas de los barrios marginales, el parque se empantanó y el cangrejo que nos veía tenía que soportar a las alcantarillas regurgitando porquerías, como si las groserías más humillantes del habla hispana se tornaran agua podrida.
Es suficiente bajar el puente de Crespo, hacer la escuadra en el CAI y doblar hacia Marbella para verlo con sus bancas tan sucias que parecen haber sido construidas con arcilla. Nos entra por la ventana y el parabrisas pero nadie lo quiere ver sin sus tenazas ni sus zancas, todo paralítico. De vez en cuando hay quien conjetura que es el Príncipe Feliz de Oscar Wilde, que una gaviota yendo para los manglares se le puso al lado y el cangrejo dio sus muelas para que comieran pulpita los más necesitados de la ciudad, sus patas para reemplazar a los sancochos de piedras por un arroz de domingo, su espalda para traer al mundo los sueños de alguien que quiso que fueran de grafitti.
Ya las procesiones no son las mismas: aquellos crustáceos que asaltaban a las chancletas y a los tobillos con sus morisquetas de arañas gigantes fueron proscritas por el trancón en cuatro ruedas de las vacaciones de enero y junio. El mar ya no nos da los agasajos de mitad de año, ahora se toma por reconquista sus playas, la rúbrica de nuestras vidas espantó a los garcipolos de sus nidos y el día ya no quiere darnos sus atardeceres de mangos rojos.
De un poro de la arena, la noche del Corpus Christi se quedó un cangrejo con los sentimientos fundidos a un barrio que tiene nombre de cabello ensortijado: para soñar lo que sueñan los mendigos cuando duermen en sus bancas de barro.

*Estudiante de Derecho de la Universidad de Cartagena

arquerolivero@hotmail.com

Comentarios ()

 
  NOTICIAS RECOMENDADAS