Es tan triste saber que tú y yo no somos más que lenguajes vulgares del computador, no soporto la idea de tener que asomarme a una ventana que omite árboles y tardes pero que siempre lleva consigo el paisaje artificial de tu correo electrónico. Tu risa siempre escrita no se mete en mis oídos, los besos que me mandaste no encharcaron mis labios y el zumbido que me hiciste tembló menos que yo cuando supe quién era la hermosa mujer que estaba detrás de tu teclado. Entonces ¿cuál es la gracia de que nos conectemos si el tono de tu voz no aparece en la Times New Roman y la foto del “display” no cambia su mismo gesto de todos los días?
Alguien tendrá que ver la casa de nosotros: esa república de la soledad asediada por cepillos de dientes y medias impares, cuya única bandera no es sino un pantaloncillo izado en el perchero como el símbolo patrio de nuestra propia miseria sin compañía. Allí permanecemos con el celular encendido, dejando escapar las horas que eran para vernos y tocarnos de verdad porque el amor es esa manzana que se oxida si no te la comiste en el instante y el nuestro se fue por la sala, por los caminos del Facebook, por los pulgares y el Blackberry, dejándonos con los sentidos intactos y el televisor encendido, el nuestro es una canica de hierro chapoteando en el baño habitado por las papeletas de desodorante. Hablo de lo que somos: juguetes de la economía, sombras vertebradas dispuestas a convertir su habitación en una extensión del café internet de la esquina, gente desesperada por tener más contactos que amigos, personas enamoradas a distancia.
Quizás lo que más me asusta es que esta es la época del irremediable abandono, de los novios intocables, del trayecto infinito en el espacio vacío de la cama que sólo sabemos cruzar a través de mensajes de texto. Mucho tiempo atrás, cuando en la clase de sociales me dijeron que las barreras de la comunicación ya no existían por el avance de la tecnología pensé que éramos unos afortunados por vivir en el mundo donde la sociedad podía conocerse a sí misma, pero hoy estoy seguro, como Borges con la lluvia, de que la comunicación es una cosa que sin duda sucede en el pasado y sólo nos queda el recuerdo diluido de las palabras pronunciadas por la verdadera identidad de nuestras voces. Es esta la generación que no vio las firmas de los cuerpos cuando se arañaban, que se perdió de los rumores del corazón, del significado de sus propias calenturas, de las rayuelas pintadas con tiza en la calle del barrio, es esta la estirpe condenada a cien años de soledad sin una segunda oportunidad sobre la tierra.
Sólo las personas sin plata para acceder a esta época conservan sus viejas costumbres y con ellos quisiera quedarme porque nosotros, el pobre ser humano de ahora, llevamos un azul degradado en los ojos que es la escala cromática de la nostalgia.
*Estudiante de literatura de la Universidad de Cartagena
orolaco@hotmail.com
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